Políticas del amor



     Derrida, ese filósofo tan literario, tiene un muy hermoso libro dedicado a las Políticas de la Amistad. Allí dice muchas cosas, muchísimas incluso, la mayoría blablablá, muy francés, trop chic tout à fait, y muy trufadito todo de citas densas, cultísimas y pertinentes..., lo que viene siendo Derrida, en fin. Entre toda esa sublime palabrería (cuya lectura no recomiendo más que a los jóvenes levitas aspirantes a filósofos) se adivina la intención de ponernos en una pista que, por sensata, resulta obvia: que en la teoría política occidental tienen un papel fundamental las categorías amigo/enemigo; que la fraternidad que encabeza el republicanismo francés es puro darle vueltas al concepto de amistad, y tal y cual. Bien, en general; más en concreto, sin embargo, me perturba que diga que la amistad es un concepto nuclear de la teoría política liberal. No es que los liberales estemos en contra de la amistad, líbreme Dios, bastante tenemos con lo nuestro; pero supongo que la entendemos como una virtud puramente ética, demasiado impregnada de valores cálidos como para introducirla en la consideración política. Los liberales, creo, concebimos la política más como un asunto de buena vecindad: con no molestarse; con no inmiscuirse con lo que cada uno haga en su casa; con procurar que los gastos comunes sean bajos y bien administrados; con regular poco y claro el uso de los espacios comunes; con llevar las cuentas de la comunidad al día y claras, y en este plan. 
     Y si la amistad nos resulta demasiado cálida, el amor nos abrasa. No es raro encontrar en la consideración política de la mayoría moral de este país la propuesta de introducir el amor en la política como solución definitiva y radical de todos los males, y  así escuchamos a diario zalamerías del tipo de que si la gente se quisiera más habría menos paro, que si lo importante en la política educativa es que los profesores traten a sus alumnos como personas, y gurruminadas social cristianas de varia lección, que por nadie pasen ninguna de ellas. Sonroja ocuparse de esto. Cumplidos los veinte, fuerza tener claro que el amor no es una virtud de ningún tipo, y menos política. Allá donde el amor se pretende virtud señera que gobierne las decisiones vitales, la vida se tuerce y se despeña. Y allá donde se mezcla con la política surgen los “amados líderes”, ya sea al modo comunista coreano, al modo comunista cubano o al modo religioso iraní.
     Con el amor, lo más sensato que se puede hacer es poesía, y eso cum grano salis. A la que te descuidas y te pasas de amoroso, el poema entero se te sube a lo cursi y adiós muy buenas. Pocos se libran.
     Uno de ellos es Lope, nuestro Lope. No me resisto a citar dos sonetos en los que Lope da lo mejor de sí sobre la base de una metáfora muy simple: el amor perdido, o en riesgo, es como un manso en manos de un pastor ajeno. Y le dice Lope al tal pastor:

          Suelta mi manso, mayoral extraño,
     pues otro tienes de tu igual decoro,
     deja la prenda que en el alma adoro,
     perdida por tu bien y por mi daño.

          Ponle su esquila de labrado estaño
     y no le engañen tus collares de oro;
     toma en albricias este albo toro,
     que a las primeras hierbas cumple un año.

          Si pides señas, tiene el vellocino
     pardo encrespado, y los ojuelos tiene
     como durmiendo en regalado sueño.

          Si piensas que no soy su dueño, Alcino,
     suelta, y verasle si a mi choza viene,
     que aún tienen sal las manos de su dueño.

Y por si esto no fuera ya perfecto, Lope se dirige al manso y se lo explica:

          Querido manso mío que venistes
     por sal mil veces junto aquella roca,
     y en mi grosera mano vuestra boca
     y vuestra lengua de clavel pusistes,

          ¿por qué montañas ásperas subistes
     que tal selvatiquez el alma os toca?
     ¿Qué furia os hizo condición tan loca
     que la memoria y la razón perdistes?

          Paced la anacardina porque os vuelva
     de ese cruel e interesable sueño
     y no bebáis del agua del olvido.

          Aquí está vuestra vega, monte y selva;
     yo soy vuestro pastor y vos mi dueño;
     vos mi ganado y yo vuestro perdido.

   No se puede expresar con mayor sencillez, con mayor decoro, ni con mejor arte. Puestas así las cosas, ¿quién no quiere enamorarse? ¿Y quién apostaría por un país donde la selvatiquez gobernara la política?

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