La derrota del Crisantemo

Japoneses en una cola de racionamiento, al final de la Guerra del Pacífico
Imagen tomada del repositorio virtual de la Japan Society http://www.japansociety.org/



     En febrero de 1944 los Servicios de Inteligencia de la Marina Estadounidense elevan al mando del Estado Mayor la transcripción del siguiente mensaje radiofónico emitido para todo el Pacífico desde la radio nacional del Tokyo:

Terminado el combate aéreo, los aviones de la aviación imperial del Japón regresaban a la base en pequeñas formaciones de no más de cinco aparatos. Un capitán que pilotaba uno de los primeros aviones en llegar, tras descender de su aparato, se dispuso a observar el regreso de sus compañeros con unos prismáticos. Fue contando los hombres y los aviones a medida que regresaban. Estaba muy pálido, pero se mantuvo firme hasta el regreso del último de los aviones. Sólo entonces abandonó su puesto de observación y se dirigió al cuartel general, donde dio parte al comandante; pero, he aquí que inmediatamente después de dar su informe, cayó al suelo repentinamente. Los oficiales presentes corrieron a ayudarle; pero desgraciadamente comprobaron que estaba muerto. Al examinar el cuerpo comprobaron que estaba ya frío, y que tenía una herida de bala en el pecho que le había destrozado el corazón. Es imposible que el cuerpo de una persona recién fallecida esté frío; sin embargo, el del capitán lo estaba, tanto como el hielo. Seguramente el capitán había fallecido en el aire, en combate, y fue su espíritu el que se negó a abandonar el cuerpo hasta que hubo dado parte del regreso de todos sus compañeros. Este hecho singular se produjo, sin duda, gracias al sentido estricto de la responsabilidad que poseía el capitán fallecido, así como al profundo amor que profesaba hacia la sagrada figura de nuestro Emperador.

     A esas alturas de la contienda, nadie se extrañó del contenido del mensaje. Todos sabían que para el pueblo japonés resultaba perfectamente verosímil que el espíritu de un samurái sostuviera un cuerpo muerto durante horas, tantas cuantas fuesen necesarias para cumplir con el deber hacia sus soldados y hacia el Emperador. Al igual que todos, incluidos los propios oficiales japoneses, habían alcanzado la certeza de que los Estados Unidos iban a ganar la guerra; pero nadie, ni en uno ni en otro bando, era capaz de predecir cuándo, ni a qué coste, ni, sobre todo, cómo se iba a ganar la guerra. ¿Bastaría con volarle la cabeza al emperador? ¿Sería mejor dejarlo vivo para que fuese él quien firmase de su puño y letra la capitulación? ¿Los Emperadores del Japón, en su condición de dioses en la tierra, estaban habilitados para firmar este tipo de documentos? ¿Sería necesario desembarcar con todas las fuerzas disponibles y combatir isla por isla, ciudad por ciudad, calle por calle, casa a casa, hasta conseguir una invasión, un dominio y un control plenos de todo el territorio japonés? En resumidas cuentas, para conseguir la rendición de un enemigo tan singularmente enigmático, así como para administrar la posterior victoria, no bastaba con vencer en el campo de batalla, sino se hacía preciso conocer su mentalidad, su sistema ético, sus ideas, su manera de pensar.
     Con todo y que este mensaje era simplemente uno de tantos de los que se transcribían para conocimiento del mando, sin embargo, consiguió disparar un curioso resorte en los mejores despachos de la Marina Estadounidense: en efecto, días después, un oficial de la Marina se puso en contacto con Ruth Benedict, una joven y brillante antropóloga que se había destacado por sus estudios sobre la mentalidad de los nativos de Samoa, le entregó éste y otros mensajes radiofónicos, y le encargó un informe sobre la cultura japonesa que sirviera para orientar el sentido y la dirección de los últimos y definitivos pasos en la Guerra del Pacífico. Miss Benedict afrontó el encargo a sabiendas de que no podría llevar a cabo su trabajo de campo en condiciones normales (compartiendo la vida con el pueblo japonés en su territorio) y que lo único con lo que contaba como fuente empírica para su trabajo de campo era un grupo de prisioneros de guerra, además de los ciudadanos japoneses que se hallaban confinados en distintos campos de concentración por haberles pillado la contienda en territorio americano.
     Sorprendentemente, la doctora Benedict se encuentra con que los prisioneros colaboran de buen grado y le descubren la arquitectura de sus almas sin el menor tipo de recelo, con un orgullo y una precisión que Benedict no había encontrado en ninguna de sus experiencias anteriores con otros pueblos del Pacífico. En apenas unos meses la antropóloga dispone de datos suficientes como para elaborar un primer borrador que entrega rápidamente a la Marina. El estudio de Benedict abarca aspectos generales de la mentalidad Meiji, la educación de los niños, el significado social de la buena reputación, la expresión y administración de las emociones y sentimientos (esas palabras que se ciñen al corazón y lo zarandean de amores y temores y anhelos). La parte gruesa del estudio la dedicó al análisis de la terminología ética en que el pueblo japonés expresaba las obligaciones mutuas, por cuanto la antropóloga estimaba con acierto que era ahí en donde se escondían las claves que podrían resolver el fin de una Guerra que estaba sangrando a ambas naciones: el On (las obligaciones hacia el Emperador, los padres, los antepasados, los mandos del ejército, los profesores, hacia el propio nombre de uno...) y las distintas clases de Gimu y de Giri (el pago de esa deuda hacia el Emperador, los padres, los antepasados...) También analizó con cuidado alguna de las historias en las que aún hoy se educan moralmente los niños japoneses, deteniéndose especialmente en la que narra la epopeya histórica de Los Cuarenta y Siete Ronin.



     A resultas de este informe, los Estados Unidos concluyen que el fin de la guerra pasa por una rendición de la cúpula militar que mantenga intacto el honor y la dignidad sagrada del Trono del Crisantemo. Y lo que es más, entienden que es posible una transición pacífica, directa y rápida hacia la democracia, con solo que el Emperador asuma esa vía como propia, tal y como en su día asumió que la guerra era el camino sagrado de la nación japonesa. Años después, por cierto, en 1948, el informe de la doctora Benedict se convertiría en uno de los manuales de antropología más brillantes que se han escrito jamás: El crisantemo y la espada. Existe traducción española en Alianza Editorial y aún hoy resulta una lectura apasionante y, sobre todo, profundamente conmovedora. 
     El resto de la historia lo conocemos bien: la devastación de Hiroshima y Nagasaki (nada de esto se recomendaba en la obra de Benedict, naturalmente; pero el mando entendió que ésa era el único modo a su alcance para provocar el colapso político necesario en el Trono y en la cúpula militar); la intervención radiofónica de Hiro Hito ante todo el pueblo japonés, que por primera vez escuchaba la voz de su Emperador, el Tenno (el Dios Vivo), considerada hasta entonces demasiado pura para ser vertida en los oídos de los hombres comunes; la Constitución impuesta por el general Mac Arthur; la mínima intervención de las tropas americanas (que fueron recibidas con total naturalidad, sin hostilidad y sin alharacas, una vez que el Emperador señaló que eran tropas amigas); y, sobre todo, la rápida evolución de la Nación hacia la Democracia Liberal, lo que le ha permitido convertirse en una de las sociedades más avanzadas, progresistas, serenas y amables del mundo en todos los sentidos posibles.
Imagen de Hiro Hito en un viaje que realizó a Inglaterra
     Hasta donde yo alcanzo, ésta fue la primera ocasión en que un Ejército a punto de vencer una guerra recurrió al estudio de las ideas morales de su enemigo para culminar su victoria, y aun redimir en cierto modo a dicho enemigo. La cultura liberal, al contrario de la cultura marxista, siempre ha creído que las ideas son fundamentales en el devenir histórico de una nación; también es un lugar común entre los pensadores de corte liberal el recordar (porque la historia así lo demuestra) que las democracias liberales jamás han librado guerra alguna entre sí.
     No tomarse esto en serio, no prever teóricamente el fin de la guerra, no partir de un estudio serio de las ideas en juego, entiendo, ha llevado a desastres como el vivido recientemente por la OTAN en Irak o en Afganistán. Cabe pensar que a los despachos del Pentágono hayan llegado y estén llegando desde entonces algunos estudios que explican el rango y el filo de las ideas ético religiosas del pueblo egipcio, libio o sirio, y que eso haya influido notoriamente en el tipo de intervención (homeopática) que se está llevando a cabo allí. No hace falta decir que la sociedad japonesa de la época Meiji tenía infinitamente más posibilidades de progreso moral que una sociedad cuya estructura mental viene determinada por un islamismo radical cuyos matices éticos oscilan entre lo grotesco y lo siniestro; pero cada uno tiene que lidiar con su tiempo, con su historia, con sus ideas, con su poso moral..., y, lo que es peor, con sus vecinos, que por nadie pasen.

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