La virtud de la mariposa

     Érase una vez, hace mucho tiempo, un hombre de carácter dulce y maneras cuidadas que vivía junto a un pequeño cementerio que reposaba a la sombra de un santuario budista donde habitaban los dioses que bendecían el suburbio más pobre de la excelsa ciudad de Kyoto.
     Takahama, que así se llamaba el protagonista de nuestra historia, fabricaba con su arte guardas para las espadas, un oficio que le procuraba una renta saneada y no poco reconocimiento, a pesar de lo cual se negaba a abandonar la casita sencilla y el barrio humilde en el que vivía. Pero esa no era la mayor de sus rarezas: todo hombre en el Japón tiene el deber moral de casarse y traer hijos que multipliquen las almas del Imperio, salvo que pronuncie los sagrados votos del budismo; pero Takahama se había negado una y otra vez a contraer matrimonio, rehuía las tabernas frecuentadas por las cortesanas y no gustaba de entretenerse con las jóvenes que pasaban por su establecimiento. Sin embargo, los ciudadanos de Kyoto aceptaban con naturalidad las excentricidades de Takahama,  jamás dieron en pensar nada perverso y siempre lo consideraron un vecino afable, a quien todos gustaban de sentar en su mesa a compartir una taza de té.



     Y así transcurrieron los años de su larga vida, que gobernó con tino y mesura, hasta que una tarde de otoño Takahama supo que le había llegado la hora y mandó llamar a su hermana y a su sobrino para que lo ayudaran a dejar este mundo y se ocuparan de arreglar luego su cadáver. Cuando éstos llegaron junto a su lecho, vieron que una mariposa blanca se había posado en la almohada del moribundo; el sobrino intentó ahuyentar el insecto con su abanico; pero éste se resistía a abandonar la habitación y no dejaba de revolotear alrededor de la cabeza de Takahama. Entonces el muchacho la persiguió con ahínco hasta el jardín; pero la mariposa seguía volando delante del chico, como si quisiera guiarle hacia algún sitio, de un modo tan extraño y con tanta gracia, que el joven comprendió que era un espíritu, y no dejó de seguirla hasta que la vio posarse en una tumba, momento en el cual la mariposa brilló con un fulgor extraño y se desvaneció en una nube de sándalo y bergamota. El muchacho comprobó que la tumba llevaba escrita una fecha de más de cincuenta años ha, así como el nombre de una muchacha, Akiko, que había fallecido a la edad de 17 años. 
     El joven regresó entonces a la habitación de su tío y se encontró con que había muerto de forma serena y que en su rostro se dibujaba una sonrisa magnífica. Entonces el joven refirió a su madre lo que había visto en el cementerio. “Ah”, exclamó la anciana, “en ese caso ha de tratarse de la joven Akiko. Cuando tu tío era joven, estuvo prometido a una niña bellísima que se llamaba Akiko. Pocos días antes del señalado para la boda, Akiko murió de consunción. Su prometido, mi hermano, la lloró amargamente; después de enterrar sus cenizas hizo votos para no casarse jamás y construyó esta pequeña casita junto al cementerio para estar cerca de su prometida durante toda su vida. Desde entonces, cada día, tu tío Takahama iba diariamente a la tumba, oraba ante ella, quemaba esencia de sándalo y bergamota, y ponía flores frescas sobre la tierra que contenía los restos de su amada. La mariposa, pues, era el alma de su prometida Akiko, que ha venido a acompañar el viaje de su novio hacia el otro mundo.”
     Esta historia (en una versión algo distinta de la que aquí se vierte) llegó a Occidente de la mano de Lafcadio Hearn, quien la dedicó en 1904 “a todos aquellos que creen que en el lejano Oriente no existe el amor romántico.”
     Hearn sintió que la mariposa voló para algo más que acompañar a su amado hasta el mundo de los muertos: la mariposa, en efecto, estalla en una luz perfumada que hace vibrar una cuerda compartida por el alma de todos los seres humanos y nos enseña que las culturas, por lejanas que parezcan, se nutren todas ellas de la sangre que corre por las arterias de nuestras emociones comunes.
    Nosotros, que hemos leído a Hume, podemos seguir a la mariposa mucho más allá, dado que sabemos que nuestra razón, nuestra ética y hasta nuestro derecho no tienen mejor fundamento que esas emociones que compartimos con el fiel Takahama. Y, por eso, sabemos que no todas las culturas son iguales, que nuestros afectos nos habilitan para juzgar nuestras conductas, que nada en la moral es relativo, que hay costumbres y creencias abyectas, que existe una medida absoluta de todas las creaciones conceptuales humanas, y que esa medida apunta a la raíz común de nuestras pasiones, a la vez que señala el horizonte de la Civilización, que ésta sí es universal.

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