Tres tristes tetas
Tengo para mí que desde la publicación del Manifiesto Comunista resulta muy difícil disfrutar del hecho
estético, y me explico. Resulta que el supramentado Manifiesto, entre otras muchas amenazas, dio en la flor de
sentenciar que la burguesía “produce, ante todo, sus propios enterradores”. A
partir de aquí, el recto proceder del Homo
Progresista pasa por defender todo aquello que le perjudica a la corta y lo
entierra a la larga. En la movida cultural, que es lo que nos concierne, la
modernidad, y no digamos la posmodernidad, entienden que la belleza y el placer
estéticos son sospechosos, en tanto que maquillan y enmascaran la miseria de
los parias de la tierra; además, cuando el arte hermosea, se vende bien y
produce beneficios: ergo responde al mezquino
interés de la burguesía, ergo actúa como una superestructura ideológica
decadente y reaccionaria en grado sumo. El pintor progresista, el escritor
progresista, el cineasta progresista… es el que pinta (o ni eso) cuadros
horrendos y decreta la muerte de la pintura; escribe historias infumables y
decreta la muerte de la novela; rueda películas soporíferas y decreta la muerte
de la industria cinematográfica…, y en este plan.
Jean Paul Sartre, por ejemplo, recibió el encargo de escribir un
guión que versara sobre la vida de Sigmund Freud, y, en su condición de
autoridad mundial del pensamiento progresista, envió a la productora americana
un borrador de casi 400 folios, lo que hubiera supuesto unas seis horas de
película. El director del proyecto, John Houston, que se tenía a sí mismo por
un progresista bastante homologable, se reunió en Galway con Sartre para convencerlo
de que recortase su manuscrito hasta lo humanamente soportable. El encuentro
resultó un desastre desde el principio hasta el final, y Sartre retornó a París
convencido de que la industria cinematográfica era el demonio más romo del
infierno capitalista, y Houston regresó a Beverly Hills con su progresismo muy
minado por la discusión atrabiliaria, y con la certeza de que se podía ser un
gran metafísico sin dejar por ello de ser un perfecto idiota.
Con todo y su idiotez, nuestros tiempos conocen artistas mucho más
progresistas que Sartre. Esta semana, sin ir más lejos, me llegan noticias de
que se está rodando en Suecia una película que durará en total unas 720 horas,
un mes entero, o sea. Una vez terminado el rodaje se editaran cinco copias, ni
una más, que se exhibirán en sesión única y simultánea en los cinco continentes,
tras lo cual se destruirán los cinco archivos, en lo que sin duda será el único
momento sensato de toda la performance.
El proyecto cuenta con el apoyo entusiasta de las instituciones culturales
europeas, donde toda idiotez cultural progresista encuentra su asiento.
Al hilo de esta noticia se me abrieron las ganas de ir al cine y no
se me ocurrió mejor cosa que elegir El
sueño de Ellis (The Immigrant), una película de James Gray que decreta la
muerte del sueño americano. Ya sólo con eso, y advertido como estoy por mi
proverbial ultraconservadurismo estético y neoliberalismo moral (¡oh, ah!), tendría
que haber previsto la calamidad fílmica que se me venía encima. Por si enterrar
el sueño americano no fuera suficiente, fui testigo on line de los encendidos piropos que dedica a la película el
crítico del “New York Times”, un medio cuya acendrada piedad progresista le
inhabilita para cualquier elogio del placer. Pero tampoco me quise dar por
aludido. Total, que desoí los avisos que me enviaron los dioses, me presenté en
el cine y sometí mi entendimiento a un producto cultural, digamos, gestado a
partir de un guión plúmbeo capaz de aburrir a las ovejas, a las piedras y a los
psicopedagogos, pobres míos y por nadie pasen; una cinta protagonizada por un elenco de
actores que interpretan de forma desvaída a semichulos, semiborrachos, semiladrones,
semiasesinos, y semiputas de tetas lastradas por la gravedad
histórica de la lucha de clases; tres tetas tísicas (mal contadas) afligidas
por la muerte del sueño americano; tres tetas socialdemócratas que son tres
reproches escupidos sobre mi vida entera de burgués decadente. Todo ello por
siete pavos y medio, palomitas aparte, lo cual no es dinero, si pensamos que el
triste tormento se prolonga durante dos horas y media largas, larguísimas, durante
las que pude rezar mucho por la conversión de Rusia y las intenciones del buen
Papa Francisco.
Artículo publicado en el diario "La Opinión", de Murcia, el sábado 12 de julio de 2014, de la serie Los placeres y los días.