El lenguaje de las habichuelas
Para que el Príncipe Siddharta se
convirtiera en el Buddha fue preciso que abandonara su palacio y tuviera
conocimiento directo de la enfermedad (la lepra), la vejez y la muerte. La
contemplación del sufrimiento, la plena digestión intelectual y moral de la condición
efímera de la humanidad es lo que se metaboliza en el Cante de las Minas, Los hermanos Karamazov, el ciclo de las
Cantatas que compusiera J. S. Bach, las enseñanzas del Buddha y en buena parte
de las manifestaciones culturales del Japón, un país en donde el budismo es una
práctica y (tal vez) una fe aceptadas por el 98 % de la población, más o menos
los mismos que dicen ser, también, shintoístas. Ya sólo por ese sincretismo tan
ligero, tan inteligente y tan práctico me caen bien los japoneses. El shinto es
una religión que da por cierta la existencia de millones de dioses; tantos como
seres viven a nuestro alrededor, más otros muchos que no vemos: dioses serían
las cigarras y quienes disfrutamos de su canto en un jardín; divinas son las
fuentes, el aroma de los leños que arden en la chimenea y la risa de los niños
que salen de la escuela; hay dioses traviesos que le roban la memoria a los
ancianos, otros que nos disputan el sake y cada pétalo de la flor del cerezo es
un ángel que nos habla de la belleza, del tiempo, de la vida, de las
generaciones y del olvido.
Que las hojas y las flores hablan de
los hombres es algo que hemos sabido desde siempre, y lo canta la Tanaj (la Biblia hebrea) en uno de sus
salmos: “Los días del hombre son como la hierba, como las flores del campo; así
florece. Pero sopla el viento sobre ella y no queda nada.” Y casi en los mismos
términos lo proclama la Ilíada, en el
discurso con que Glauco se presenta ante su magnífico enemigo, mi admirado
Diomedes, el hijo del héroe Tideo: “Como el linaje de las hojas, así es el de
los hombres. El viento las esparce por el suelo, pero de nuevo brotan del árbol
revivido cuando llega la estación florida. Así, mientras una generación de
hombres muere, la otra nace…”
Una
pastelería en Tokyo es la última delicadeza cinematográfica japonesa que ha
logrado llegar a nuestras salas tras vencer el aluvión de trabas y roñas
proteccionistas que impone Europa al cine que tiene su origen más allá de
nuestras fronteras. Su protagonista es una anciana que comparte con los autores
de la Iliada y de la Tanaj un conocimiento que le permite
entender el lenguaje de las hojas y conversa con ellas por las calles de un
barrio limpio en la capital del Japón. También sabe que para cocinar bien hay
que poner los sentimientos al servicio de un arte que exige atender y entender
el lenguaje de las alubias. “Abuela, ¿cuánta harina le echo a la masa?” Y la
abuela responde: “La que te pida.” Este diálogo lo podemos escuchar en el monte
Fuji o en la Huerta de Murcia, porque quien cocina con voluntad de verdad en
cualquier rincón del mundo sabe que la cebolla te dice cuándo está frita; que
el puchero gruñe como un viejo cascarrabias cuando lo arrebatas; que las
habichuelas se aburren y se amodorran si no las asustas; justo lo contrario que
sus primos los garbanzos, que no consienten el menor sobresalto; que el vino
respira, pero el whisky necesita beber unas gotas de agua para perder el miedo
y abrirte su corazón, y que los guisos estofados con tiempo y cariño son
pruebas de amor y de sabiduría que reconocen los dioses y los hombres.
Una pastelería en Tokyo es cine del
bueno, no apto para cagaprisas, porque aquí se ve crecer la hierba; pero al
contrario de esas películas (francesas, sobre todo) que se rodaban en los años de plomo del
mal llamado “Arte y Ensayo”, aquí todo es precioso y preciso; y, sobre todo, lo
entiendes a la primera, sin tener que doctorarte en Metafísica de las
Costumbres. Su directora, la señora Kawase Naomi, es una mujer guapa que ha
escrito y rodado una historia triste y clara, en la certeza de que en la vida
se pasan muy buenos ratos cuando aprendemos a disfrutar de nuestras lágrimas.
Por lo mismo por lo que no hay en el mundo espectáculo tan bello como el que
ofrecen las flores del cerezo cuando se desprenden de la rama que les da la
vida y se dejan mecer por el viento en su viaje hacia el olvido.