El tiempo y la pena

     El progreso se mide de pena. El vino, por ejemplo, se cuenta por chatos, litros, arrobas, barricas…; pero el progreso es otra cosa. ¿Una Nochebuena con langostinos supone un progreso frente a una Nochebuena con lombarda? ¿La ESO bilingüe donde se almacenan nuestros adolescentes de labio caído ha significado un progreso respecto al trivium y el quadrivium? ¿Se vivía “mejor” en la Atenas de Pericles, en la Weymar de Goethe, o en el Buenos Aires de Borges? Entiéndaseme bien: no quiero yo ahora relativizar la historia y ponerme en plan estupendo, posmoderno, neolíquido y de la Marina Abramovic. El relativismo es un artificio retórico que se nutre de la pereza de la razón, refocila con la indigencia intelectual y tiene plaza fija en todos los organismos que justifican la barbarie.
     El progreso no es lineal, ni uniforme, ni constante, ni irreversible, ni se deja embotellar como el vino; pero eso no quiere decir que no disponga de marcas indelebles y perfectamente constatables: la mortandad infantil; los índices de abandono de los neonatos, especialmente de las niñas; la salud dental de la población, que es, a su vez, síntoma inequívoco de la salud nutricional; el acceso a la luz eléctrica, o al agua corriente; la esperanza media de vida; o incluso el uso de ropa interior. Recuerdo que doña Pepita Reyes, mi profesora de Historia, insistía en que la Revolución Francesa fue el resultado de la explosión demográfica que se produjo cuando se extendió la saludable costumbre de usar bragas, aunque no sean muy limpias, no sé si me entienden, porque de tan normal que nos resulta, ya no somos conscientes de la de padecimientos que se ahorra la humanidad cuando nos calzamos unas buenas bragas para que aquello empape y no florezcan los gusarapos, y mejor lo dejo aquí. El caso es que más que decir que el progreso se mide de pena, deberíamos empezar a pensar que las penas son la verdadera medida del progreso. Pero como el sufrimiento no forma parte del sistema métrico decimal, resulta que siempre habrá follatabiques que nos vengan con la chupalandrina de que éramos más felices con las velas que con las bombillas; o que las vacunas forman parte de una conspiración capitalista de los laboratorios farmacéuticos; o lo precioso que era el Universo cuando las mujeres cantaban joticas mientras lavaban la ropa en el río.
     Los signos del tiempo se palpan en la vida cotidiana, por más que la pena y el dolor viva en el fondo de las almas. La fotografía, ese Gran Arte democratizado por las cámaras de los móviles y banalizado en “Instagram”, pone ante nuestros ojos de modo inmediato la vida cotidiana, las fracturas del progreso y la medida íntima del dolor de los protagonistas de la Historia, siempre que haya un artista capaz de atrapar el instante definitivo, ese que buscaba el doctor Fausto para decirle: “Detente, instante, eres tan bello…” Tal es el caso del fallecido Ángel Bermejo Luengo (1941 -2013), un fotógrafo realmente excepcional, cuya obra se expone ahora en el Archivo General de Murcia. Bermejo se inició en la fotografía en la ciudad de Murcia a finales de la década de los cincuenta del pasado siglo, unos años en los que a España entera le olían los calcetines; pero su madurez expresiva como retratista de estudio y como documentalista de la vida cotidiana se produciría años después, en los sesenta y setenta, en unos momentos en que la inmensa mayoría de las familias alcanzaba a cambiarse de camisa una vez por semana y a celebrar las fiestas de guardar del nacional catolicismo con los primeros pollos de granja cocinados con la receta de la pepitoria de la Sección Femenina.
Viernes Santo en Murcia, de Ángel Bermejo
     No se pierdan esta exposición, ni su catálogo. Detrás del proyecto están los mejores: Rafael Fresneda, Fernando Vázquez, Paco Salinas, Teresa Arnal, María Luisa Honrubia, y la Consejería de Cultura con toda su procesión. Todos ellos al servicio de un artista esencial, que nos dejó una obra limpia, honesta, expresiva, inteligente, sobria y, por encima de todo, humanista. Un fotógrafo con maestría para narrar su tiempo, con sentido del instante, con gusto para el claroscuro y con una sensibilidad moral que plasma con naturalidad, sin tremendismos, esa sombra tenue que el dolor deja en la dignidad de la mirada de las gentes sencillas que protagonizan sus retratos.

Artículo publicado en el diario "La Opinión" de Murcia, el día 16 de enero de 2016

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