Deadwood
Deadwood es un western producido por la HBO, en formato de serie, con tres
temporadas de a doce episodios cada una. Hay western para rato, pues. La idea general, la redacción de los
guiones y el diseño de la producción brotaron del talento creativo de David
Milch, uno de esos judíos de mente laberíntica, ácida y bien amueblada que son
el alma y el motor de la industria audiovisual americana, ese gran arte hecho
negocio que genera ideas, pone a prueba nuestra arquitectura emocional,
traspasa fronteras y desarrolla una musculatura moral que dejará huella en el
futuro. Milch se estrenó como guionista al lado de su maestro Steven Bochco en
varios episodios de Hill Street Blues (Canción
Triste de Hill Street), una serie policiaca que nos regaló algunas de las
mejores horas que pudimos pasar delante de los televisores catódicos de los
ochenta. Tras Hill Street, Milch ha
participado en numerosos proyectos interesantes: NYPD Blues, también con Bochco; o True Detective, con Nic Pizzolatto serían los más rutilantes. Pero
su primer proyecto enteramente propio es esta Deadwood que ahora les comento. La serie se centra en la historia
de un campamento minero (Deadwood) situado en el territorio de Dakota del
Norte, en la década de 1870, cuando este asentamiento pasó de ser territorio
salvaje y nación india, a integrarse en el Estado de Dakota del Norte y, por
ende, en los Estados Unidos de América. Así las cosas, el tema de fondo, puesto
en limpio, sería el paso del estado de naturaleza al estado dizque societario, y
la cocina previa al paso por el contrato social, y ya sólo por eso esta serie
debería ser de obligado cumplimiento para todo el que se interese por las
ilustres incertidumbres de la Filosofía. Milch tiene alma de cabalista y gusta
de dar cuenta de sus pensamientos en un ir y venir de expresión traslúcida, que
muestra algo más de lo que dice y oculta bastante más de lo que muestra: “El
tema de mi serie es cómo la sociedad se organiza a partir del caos, tomando
como base un elemento simbólico cual es el oro”; hasta aquí sus explicaciones,
que le sirven de proemio para apuntar una idea: rodar una serie en la que el
elemento simbólico fuera la cruz de los cristianos, y el escenario, el caos
desatado por la decadencia del Imperio Romano en el siglo IV de nuestra era. ¿Que
les parece? Y remata sus declaraciones señalando que el proyecto que actualmente
tiene entre manos es llevar a la pantalla la narrativa de Faulkner, ahí es nada.
Si les cuento todo esto es para ponerles en razón de que nos encontramos ante
uno de los creadores más singulares de nuestro tiempo, a la altura de los
Cohen, o de David Simon (el creador de The
Wire, Treme y The Deuce). Un tipo al que hay que
seguir la pista, un guionista que le escribe los diálogos a la Civilización.
Pero
sigamos en Deadwood. El escenario
central de la serie es el prostíbulo del pueblo, porque es allí donde se apalabra,
se contrata y se registra la propiedad; donde se decide lo común y lo privado;
donde nada se oculta y todo se urde en torno a unas putas que se rascan lo del
día de la boda delante de la cámara, con una facecia y donaire que no desmerece
de la higiene de su clientela, cuyas virtudes apenas se distinguen de las de
los cerdos que rebañan los huesos de los asesinados, merced al muy sostenible servicio
de pompas fúnebres que regenta el chino Wu, el personaje más circunspecto de
todo el asentamiento minero, por cierto. A mí lo de que los cerdos se coman a
los muertos y resulten mejores personas que los mineros; o que las coristas se
rasquen sus bienes patrimoniales a la vista del respetable; o que las fuerzas
vivas se orinen contra la jaula donde encierran a las esclavas recién llegadas
de China…; esos detalles de moralidad tenebrosa y churretosa certifican la voluntad de
verdad del relato y me creo a pies juntillas que tales jaulas existieron y que en
ellas se pudrieron muchachas aterradas, sucias, hambrientas y escocidas. Ítem
más, Milch ha construido muchos de sus caracteres basándose en personajes
históricos (Calamity Jane, Buffalo Bill, Wyatt Earp,…) que sirven para conectar
la serie con los clásicos del género; pero ha conseguido ir más allá al remover
el polvo de los archivos y familiarizarse con los diarios que escribían las
damas de aquel tiempo, con la correspondencia de los buscavidas, los periódicos,
los daguerrotipos…, de todo lo cual ha extraído ideas, detalles, episodios y
expresiones que ha trasladado a sus guiones con mimo y gracia, lo que se
traduce en un uso del lenguaje que sorprenderá a quienes puedan disfrutarlo en
su versión original, lleno de formulismos, crudezas y acentos extraños, tantos cuantos
son los orígenes de los inmigrantes recién llegados a los territorios salvajes
de una joven e inmensa nación en
construcción.
Deadwood, en suma, recrea el proceso por el que un grupo de hombres
fieros y mujeres bravas vertebran una sociedad a golpe de
asesinatos sin porqué, negocios sin notarios, oro sin orfebre y sexo sin
miramientos, que se regulan sin plan, sin freno, sin temor de Dios y sin
remedio alguno, hasta dar lugar al mundo que todos conocemos. Una serie inteligente
y con fibra moral, como todos los clásicos. No se la pierdan.