Maridaje irlandés

Europa contempla Irlanda con las pupilas de los ingleses, para quienes su isla vecina es un humedal donde florecen las traiciones, los cabildeos y los resentimientos propios de los conventillos católicos. Y algo de eso habrá, porque tales miserias son humanas, demasiado humanas, y ni conocen ni respetan las fronteras. Irlanda, en todo caso, es mucho más y mejor que sus rencores conventuales, sin lugar a dudas. A la Isla Esmeralda le debemos la cerveza, por ejemplo, cuya receta viajó con los monjes irlandeses que cristianizaron y relatinizaron el norte de Europa cuando nuestro continente perdió la sindéresis tras la caída del Imperio Romano de Occidente a manos de los bárbaros, que por nadie pasen, y no sé yo qué fue mejor regalo, ni qué calmó más el ardor guerrero de aquella muchachada rubicunda, harta de coles y mal lavada, si la dulzura de la Cristiandad o el amargor de la cerveza; porque en estas encrucijadas de la historia lo mejor es ponerse en manos de la Providencia, y de furore normannorum, liberanos Domine.
Item más, a los muy católicos scriptoria irlandeses les debemos los códices más singulares de este mundo, y ahí está el Libro de Kell, que posiblemente sea una de las formas más bellas que jamás adquirió materia alguna en el universo, salva sea mi Beyoncé. Pero el invento más sublime que el mundo debe a Irlanda es el whisky, o whiskey, por usar la grafía vernácula, y sólo por eso las personas de bien deberíamos peregrinar a la Verde Erin al menos una vez en la vida, mejor sin brincacequias que nos descentren con sus empeños en visitar los museos, las casonas, los pueblines, los acantilados o a las magníficas bibliotecas del país, y de furore turistorum, liberanos Domine; porque a Irlanda hemos de ir a profesar la vida libre y civilizada de esos pubs donde unas muchachas pecosas cantan canciones tristes mientras el tabernero te administra con unción esta bebida prodigiosa, de cuyo destilado y maduración en los conventos irlandeses hay testimonios escritos desde el año 1405 del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, cien años antes de que Escocia diera señales de vida en este buen negocio.



El whiskey irlandés, y por fin entramos en materia, se caracteriza por el triple destilado en alambiques de cobre, lo que ofrece un resultado suave, amable, dulce y perfumado, como las hadas pecosas que cantan en las tabernas, y hoy les vengo a proponer una expresión de Jameson, un clásico dublinés que ha puesto en el mercado este DISTILLER’S SAFE para demostrarle al mundo que se puede disfrutar de un whiskey, digamos, “joven”, prácticamente recién salido de la alquitara, cuando ésta es manejada con la destreza y el oficio de que hace gala el destilador de la casa: Mr. Brian Nation, un tipo que presume de saber cuáles van a ser las notas dominantes de una partida con sólo escuchar la música que produce el borboteo del empastado durante su paso por el cobre, que en este caso combina trigo, maíz y cebada sin maltear, en proporciones que el maestro Nation no revela ni a sus propios hijos. El resultado es un prodigio de chulería irlandesa en el que, a despecho de su escasísimo paso por las barricas, la sola magia de los alambiques produce un destilado rubio, guapo, fragante y sabroso, con notas de mazapán, pimienta verde, canela, regaliz y mandarina. Una gloria que no sabrán apreciar los cuñados, que bien confinados queden durante las Navidades que se nos avecinan, pero que no habrán de olvidar las almas bellas que tienen la paciencia de compartir mis hábitos de afecto, que son los que dejó escritos el poeta para que lo cantasen mis pecosas: Oh whiskey you’re the devil / you’re leading me astray / over hills and mountains / to Portugal and Spain. / Oh whiskey you’re my darling drunk or sober.
A estas buenas gentes les recomiendo también que mariden esta bebida angélica con algo de buena  literatura irlandesa, que no ha de faltar. Valdría el Pigmalión de George Bernard Shaw, un hombre sabio que demostró que la razón es esclava de las pasiones, pero que éstas son harto sensibles a la sintaxis, por lo que no vale decir las cosas de cualquier manera. Y más valdría aún cualquiera de las novelas de Benjamin Black, que es el heterónimo con el que John Banville firma sus novelas policiacas, unas narraciones engolfadas donde todo huele como tiene que oler, bastante mal, o sea, y donde se retrata la Irlanda más fría, torva y esquiva, en la que no hay ni rastro de las dulces pecosas de mis sueños.

Artículo publicado en el diario "La Opinión" de Murcia, el 16 de diciembre de 2020

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