El pueblo letraherido
Amos Oz y Fania Oz-Salzberger son una pareja de intelectuales, literato e historiadora, padre e hija, que se proponen explicarse y explicarnos en Los judíos y las palabras (Ed. Siruela) dónde reside eso que la escolástica latina llamaba la quididad (la quintaesencia) de lo hebreo, lo cual no es novedad, desde luego: los judíos, como los españoles, constituyen una de las comunidades históricas más antiguas del mundo, y, quizás por eso, cuestionan y redefinen constantemente su identidad. Lo peculiar del caso es que estos dos intelectuales se saben y sienten parte del pueblo judío,
a) pese a no ser creyentes, de modo que consideran que su ser judío no puede fundamentarse en que su Pueblo haya elegido a Yahvé como su Dios, o que Éste los haya elegido a ellos como su Pueblo, su Familia, tal y como se expresa en el Génesis.
Y b) pese a negar un supuesto pedigrí biológico, una etnia, un continuum genético que emparentase, pongamos, a Abraham, Moisés, Salomón, Maimónides, Billy Wilder y la familia Oz.
Miniatura de un códice sefardí del s. XIV |
Así pues, pese a no creer en la raza hebrea, ni en el Dios de Abraham, ni en ningún otro Dios, Amos y Fania sostienen que existe un verdadero linaje judío, cuyas crónicas pueden ser contadas con pleno sentido, con sus grandes fracturas, sus héroes, sus sabios, sus poetas, sus recetas, sus chistes, su memoria terrible de la Shoá…, y cuyo vínculo lo constituyen ni más ni menos que las palabras: ante todo, las contenidas en la Torah, nuestro Antiguo Testamento, uno de los monumentos intelectuales más vastos, emocionantes, intensos y complejos que ha levantado la humanidad. Tras ella, vendría el Talmud, la Midrash, los Haggadot y toda la colección de comentarios, interpretaciones, aposiciones, bromas, leyendas… palabras todas con que los grandes rabinos y sus discípulos abordaron y abordan con sabiduría infinita el estudio del Libro de los libros.
Al tratarse de un linaje verbal, un pueblo letraherido, Amos y Fania entienden que cualquiera puede ser judío, y su propuesta se convierte en una agradable invitación a formar parte de su propio pueblo, sin necesidad de circuncidarnos, ni dejar de comer jamón del bueno. Ser judío es sentirse vinculado a una tradición textual, de la que disfrutamos con rigor, con descaro, con curiosidad, con dulzura, con sentido poético, con ironía, con alegría y con amor; sobre todo, con mucho amor por las palabras. Digo “disfrutamos” y sé lo que me digo.
Los judíos aparecen en la obra de Amos y Fania como un pueblo verboso, casi verborrágico, algo que se puede comprobar en las bellezas del Talmud, en el cine de Woody Allen, en los textos de Freud o en el propio carácter de Yahvé, que crea el mundo con una serie de actos de habla y ordena a Adán que se adueñe de la Creación dándole nombre a cada una de las criaturas. Un judío es, ante todo, una persona entrenada secularmente para leer y hablar mucho y en cualquier circunstancia; para divertirse y defenderse con palabras, y para discutir con descaro irreverrente (“jutspá”) la autoridad. La tradición talmúdica no sólo permite, sino que estimula al alumno a levantarse contra el maestro, a estar en desacuerdo con él y, si ello es posible, demostrarle, mediante el uso de la palabra razonada, que está en un error. Una actitud que irradia hacia la familia, la empresa, e incluso el ejército, actualmente el mejor del mundo, entre otras cosas por la permanente autocrítica a que somete sus decisiones.
Esta actitud descarada la aprenden los judíos en el Libro de los libros, donde los grandes profetas discuten con Yahvé, quien también gusta de atormentar a los suyos a base de preguntas, la mayoría de ellas terribles. “¿Dónde estás? ¿Quién te ha dicho que estás desnudo?”, le dice Yahvé a Adán. Y a Caín: “¿Dónde está Abel, tu hermano?”, a lo que el fratricida retruca con un descaro tenebroso, pero no exento de razón: “¿Acaso soy yo el guardíán de mi hermano?” La Biblia entera está llena de preguntas abismales y fascinantes: “Lo que existe está muy lejos y es terriblemente profundo, ¿quién podrá encontrarlo?”; “¿Acaso destruirás al justo junto con el inicuo?”; “¿Por qué prospera el camino del malvado?”; o ésta, que es mi favorita: “¿Qué provecho tiene el sabio frente al insensato?”. Y la más sexi de todas, en el Eclesiastés: “¿Quién conoce el camino por el que discurre el viento?”