Raros
El Manuscrito Voynich es el libro más raro del mundo. Se trata de un códice
desgarbado, con hojas en cuarto de varios tamaños, escrito y miniado en la Baja
Edad Media con profusión de referencias botánicas medicinales e intrincados
esquemas astrológicos. Sin ser particularmente hermosas, las ilustraciones resultan
fascinantes, por insólitas, dado que nadie ha sabido encontrar para ellas una
escuela, un estilo que las defina y tal parece que fueran el producto de una
mente adánica, inocente, plena de asombro y de genio. Con todo, no son los
dibujos lo más extraño del libro, sino la propia escritura. Prima facie, el libro está escrito en
una sucesión de glifos de los que no se tenía noticia previa. Desconocida la
grafía, ignoramos subsecuentemente el idioma en que está escrito. Todo apunta a
que se trate una lengua natural, pues cumple con la Ley de Zipf, que establece que
en todas las lenguas naturales la palabra más frecuente en texto lo
suficientemente extenso aparece el doble de veces que la segunda más frecuente,
el triple que la tercera más frecuente, y en este plan. La lengua élfica creada
por Tolkien, por ejemplo, no la cumple; ni el klingon de Stark Trek. Es muy difícil, por no decir imposible, inventar
un idioma que se comporte según esta regla, que, sin embargo, es la cifra de
toda lengua natural. Solamente se escapa el esperanto, por tratarse de un idioma
formado a partir del vocabulario preexistente en otras lenguas naturales.
Tampoco parece posible que el autor de nuestro manuscrito conociera una ley que
no se formula hasta 1940 y por tanto no resulta concebible que construyera un
juego lingüístico ad hoc para engañar
a unos futuros intérpretes que conocieran esta ley. Y, desde luego, hay que pesuponer
que el manuscrito significa algo, lo que sea, pues no cabe pensar en un
proyecto semejante si no existe la doble voluntad de ocultar y transmitir un
mensaje, el que fuere.
Con estas premisas, el filólogo que
había logrado descifrar las retorcidas claves criptográficas del ejército
japonés durante la Batalla del Pacífico, el doctor William Frederick Fiedman, a
la sazón, jefe de criptoogía de la Agencia de Seguridad Nacional de los
Estados Unidos de América, se interesó por el manuscrito y lo estudió durante
más de cuarenta años, en colaboración con especialistas de todo el mundo y con
la ayuda de un superordenador de IBM… La muerte lo sorprendió antes de haber
conseguido descifrar el “voynichés”, por más que había arribado a ciertas
conclusiones que parecían definitivas:
1.- El “voynichés” parecía tratarse de una lengua artificial, construida
sobre las mismas bases filosóficas que la lengua perfecta de John Wilkins, con
el añadido de que, por alguna rezón misteriosa, cumplía también con la dichosa
ley de Zipf.
2.- El “voynichés” era indescifrable, salvo que se encontrara alguna clave relacionada
en alguna otra biblioteca perdida.
Pese a esta desalentadora conclusión,
otros equipos lo han seguido intentado, sobre la base de las ilustraciones, y con
el concurso de historiadores de la ciencia, botánicos, médicos y astrónomos. Algunos
han creído haber dado con el significado de algunas palabras sueltas (la
noticia saltó a la prensa en 1914); pero hoy sabemos que siguen con las manos
perfectamente vacías y que el códice mantiene intacto su misterio.
El Manuscrito Voynich debe su nombre a Wilfrid Michail Hadbank-Wojnicz, un judío raro y listo a rabiar que
adquirió el códice en un colegio italiano regentado por jesuítas, quienes
sellaron la operación bajo el manto de santo silencio con que se cierran todos
estos asuntos en la orden.
Si quieren más detalles de éste y otros parecidos
asuntos, no se pierdan Libros, secretos,
de Jacobo Siruela, un ensayo en el que todo resulta fascinante y raro, hasta la
coma que lleva el título. El XXIV Conde de Siruela es en sí mismo un
intelectual raro y precioso, un aristócrata de sangre y de dignidades intelectuales,
a quien debo varios deleites, como la literatura de vampiros, que aprendí a
disfrutar de su mano. Siruela es un ensayista atinado, curioso, original, elegante
y diáfano; pero, sobre todo, es el editor más brillante de España, desde que
arrancara con la revista “El Paseante”. Recorran el catálogo de Atalanta, el
proyecto que ahora lleva entre manos, y sabrán por qué les digo esto. Si se
asoman a Libros, secretos, tal vez se
sientan tentados a descubrir el sentido del Woynich; al cabo, no concibo empresa
más propiamente humana, más tentadora, ni más feliz que aquella que resulta
perfectamente inútil.