Polvo de estrellas
Quedo una
tarde en el Casino de Murcia con Antonio Rentero y Vicente Funes, para barajar
ocurrencias a propósito de un jolgorio friki que estamos a punto de montar en
la Biblioteca Regional, del que ofreceremos la primicia en esta misma sección
en cuanto lo pasemos a limpio. Nos instalamos en la terraza junto a una mesa de
damas lacadas como muebles chinos, y buscamos una perspectiva que nos permita
disfrutar del último sol que envuelve la torre de la catedral. Un poco más
lejos hay un grupillo de gente joven y guapa, porque en el Casino están pasando
cosas que atraen a las almas frescas. En un rincón un grupo de señores con cara
de librepensadores celebra tertulia, que es lo propio de estas instituciones en
todo el mundo civilizado. Mis compañeros piden algo muy friki, tipo fanta o
así, y yo me inclino por un whisky que destape la caja de los sentimientos.
Charlamos, proponemos, apretamos, aflojamos, nos convencemos, nos gustamos y
cuando ya tenemos las ideas hilvanadas, permitimos que la conversación derive y
se vincule a las estrellas, porque vamos a hablar de Marte, la recién estrenada película que dirige Ridley Scott, nacida
de una novela que primero fue un blog, cuyo autor, Andy Weir, escribe entre la
ciencia, el humor, el suspense y la ficción, todo la mar de friki, a tono con
nuestro ánimo e incluso con el de las damas lacadas de la mesa de al lado, que
llevan ya un buen rato fascinadas con nuestra conversación.
Así que nos
sabemos escuchados, nos venimos arriba y llega un momento en que nuestras voces
pueden llegar a soliviantar las próstatas de los caballeros que juegan al
billar dos plantas más abajo, y es entonces cuando una de las señoras hace así
con la mano y pregunta:
-Pero ¿cómo
puede ser entretenida una película con un solo protagonista, sin amores y en
mitad de un desierto?
Bienvenida al
mundo friki, querida señora y le explico: la película es acción pura, ritmo
desatado, aventura, sobresalto, tensión, risa, lágrima…, y todo eso se consigue
merced a muchos detalles que definen los oficios y las artes cinematográficas,
aspectos sobre los que no me detengo, salvo para atribuir su buen concierto a
la sabiduría de Ridley Scott, un director que tiene en su haber películas de culto
como Blade Runner o Alien, un cineasta que siempre ha sabido recordarnos que
nuestra especie es puro barro, pero del mismo polvo que brilla en las
estrellas.
La película
arranca cuando la tripulación de una expedición de la NASA se ve obligada a
evacuar Marte ante una peligrosa tormenta de arena, dejando atrás a un astronauta
a quien sus compañeros dan por
muerto, pero que tan sólo está herido. Allí se queda solo, sin apenas
alimentos, con una antena clavada en un costado, sin saber cómo comunicarse con
la Tierra, condenado a pasar, como mínimo, varios cientos de días, que es lo
que tardaría en llegar una expedición de rescate montada a toda prisa desde la
Tierra, y sin mucho más bagaje que eso que los escolásticos denominaban las
potencias del alma: memoria, entendimiento y voluntad. A partir de ahí, se
desarrolla una gran historia, de esas que nos reconcilian con el cine, con la
ciencia, con la técnica, con la peculiar manera que tiene la Civilización de
relacionarse con la Naturaleza, con el progreso y con todo el catálogo de
virtudes con que hemos construido el universo moral occidental.
Me refiero a
lo siguiente, que no sale en la película, pero que nos sirve de pista para
entender por qué nos ha gustado tanto. En junio de 1777 el joven Goethe se escapó
de la corte de Weymar y subió en completa y feliz soledad a la cumbre del monte
Brocken, superando una fuerte tormenta cuyas nubes se desarrollaban por debajo
de la media cota. Allí arriba, con el sol ardiéndole en la cara, y el granizo y
los truenos estallando bajo sus pies, Goethe se dejó arrebatar por una de esas
emociones empapadas de un sentimiento de lo sublime a que tan proclives eran
los alemanes cultos de finales del XVIII siempre que se veían inmersos en la
Naturaleza en todo lo suyo. Llegada la noche, ya de regreso en la posada, anotó
en su diario esta frase de elevado patetismo: “¿Qué es el Hombre para que tú te
acuerdes de él?” La respuesta a este enigma, en Marte, de Ridley Scott.