La mirada de Dios

     En este viejo barrio que es Occidente, casi todo comienza con Homero, a quien Estrabón califica como el primer geógrafo, en razón de unos versos que sorprenden en medio de la Ilíada, que ya de por sí resulta una epopeya del todo extraordinaria. Pongámonos en situación: los aqueos acaban de sufrir la mayor derrota de una agotadora campaña que cumple más de diez años sin que nadie le vea la punta. Los troyanos, comandados por Héctor y protegidos por Apolo, han obligado al ejército argivo a replegarse dramáticamente, e incluso han llevado el fuego hasta sus cóncavas naves, refugio de la esperanza del retorno al hogar. Sólo la intervención del héroe Patroclo, revestido con las armas de su compañero Aquileo, ha salvado a los aqueos; pero al cabo de una durísima jornada de combate, Patroclo también cae a manos de Héctor, quien, como es costumbre, despoja de sus armas al vencido y se viste con ellas en mitad del campo de batalla. En este punto, la diosa Hera siente que los aqueos están perdidos y obliga al sol a hundirse en el mar, para que los hombres obedezcan a la noche y cese la contienda. Aquileo llora amargamente la pérdida de su amigo y decide incorporarse a la batalla al día siguiente para vengar su muerte, aunque para ello necesita unas armas nuevas, pues las suyas las tiene Héctor, su más odiado enemigo. Estamos en el eje central del poema, cuando el héroe Aquileo ha perdido a su amigo amado, su tremolante casco y el amor por la vida; con ambos ejércitos extenuados, y con los dioses furiosos, confusos y mal avenidos. Todos los protagonistas del poema se sienten afligidos por la desgracia, prisioneros de la férrea cadena del destino y abrumados por el peso insoportable de la memoria de los amigos muertos cuyos cuerpos jóvenes y hermosos sirven de alimento a los cuervos y a los perros; incluso el propio Zeus acaba de perder a su hijo Sarpedón en mitad de un combate singular y el cielo ha llorado sangre encima de su cadáver.
     Es entonces cuando Homero nos lleva de la mano de sus versos hasta la morada de Hefesto para que asistamos a un acto de creación divina: la forja de las armas para Aquileo. La descripción del escudo es la primera ekphrasis de la historia de la literatura occidental. La Retórica define la ekphrasis  como la descripción vívida de una obra de arte, que en este caso es también un mapa, una cosmología y una cosmogonía: una completa representación moral y simbólica del mundo.
El escudo de Aquileo, según la recreación imaginada por Flaxman

     Hefesto forja un escudo formado por cinco capas sucesivas y tres círculos concéntricos. En su centro figuran “la tierra, el cielo, el mar, el sol infatigable, la luna llena y las estrellas que coronan el cielo.” En el siguiente círculo aparecen “dos hermosas ciudades de hombres mortales”, la una en paz y la otra en mitad de una horrible guerra. Por último, la orla del escudo representa la poderosa corriente de Océano que rodea el mundo, y la ekphrasis pasa a ser una geo-grafía en sentido estricto, una descripción escrita de la Tierra, compuesta a la altura de nuestros ojos, como si fuéramos uno más de los ciudadanos que allí se representan. Pero también es una cosmogonía: Hefesto, dios del fuego, representa el elemento básico de la creación, y la construcción del escudo es la alegoría de la formación del universo. Los cuatro metales de la rodela (oro, plata, bronce y estaño) representan los cuatro elementos, mientras que sus cinco capas corresponden a las cinco zonas de la tierra. Con esto, Homero da cuenta de la forma y la extensión de la ecumene, la totalidad del mundo habitado. No conozco y dudo que exista un mapa más rico en simbolismos, ni más a la medida de lo humano que éste que compuso el genio de Homero.
Del resto, de todos aquellos que consultamos para recorrrer el mundo, da buena razón el espléndido estudio de Jerry Brotton, Historia del Mundo en 12 Mapas, publicado por Debate. Se trata aquí de mapas dibujados y pintados, donde se conviene que las líneas aludan a ríos, caminos, cordilleras, o fronteras; y donde ya no aparecen los trabajos de los hombres, ni sus guerras; sino que la Tierra se representa vista desde arriba, ajena a nuestro dolor y a nuestra alegría, fría, distante, muda… Como si la estuviese mirando el mismo Dios.

Artículo publicado en el diario "La Opinión" de Murcia, el día 12 de marzo de 2016

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