Balanzá y el explorador

Sir Douglas Mawson ganó cierto prestigio como geólogo e ingeniero de minas hasta que su nombre, junto con los de Roald Amundsen, Robert Falcon Scott y Ernest Shackleton, ingresó en el Cuadro de Honor de la heroica edad de oro de las exploraciones a la Antártida. Su primer viaje al Polo Sur tuvo lugar en 1907, cuando, bajo el mando de Shackelton, consiguió coronar por vez primera la cumbre del Erebus, el volcán activo más austral e inaccesible de la Tierra. Antes de partir a esta expedición, plena de riesgos inconcebibles, Mawson tomó la precaución de pasar por el quirófano para quitarse el apéndice, dictó sus últimas voluntades a su albacea, se despidió de sus padres y de su esposa, y, por fin, reunió a sus hijos, a quienes obligó a prometer solemnemente que jamás, bajo ninguna circunstancia, leerían novela ni poesía alguna, sino que prestarían toda su atención a las biografías de los grandes hombres y a los tratados históricos y científicos, únicas lecturas apropiadas para asegurarles un sano desarrollo intelectual y moral. El explorador Mawson, aun sin saberlo, era un epígono de Platón, quien, contrariamente a todo lo que se suele pensar de él, fue un espíritu sumamente práctico, y un hombre de acción, y como todos los de su condición, se mostró estrictamente hostil a toda forma de ficción, hasta el punto de proponer la expulsión de los poetas, de los literatos todos, de su Ciudad Ideal.
     Conviene no tomar a la ligera las lecciones de Mawson y Platón. La la literatura en prosa o verso suele resultar una bochornosa pérdida de tiempo y de energía de cuyos riesgos deberíamos advertir, cuando no apartar, a nuestros hijos y allegados. Lo digo completamente en serio. La mayoría de las novelas y de los poemarios salidos de las imprentas de ayer y de hoy resultan espantajos inanes afectados por una irredimible estupidez moral, y el mundo sería un lugar mucho más habitable si los lectores de tales bodrios hubieran dirigido su atención hacia la archivística, la gemología o la trigonometría, por ejemplo.
     Ah, pero hay excepciones. A veces, la naturaleza obra milagros como Stevenson, Borges, Homero, Shakespeare, Yourcenar…, seres extraños, favoritos de la Diosa, capaces de inventar una historia extraordinaria y de contarla de forma extraordinaria, seres luminosos que reinventan el mundo, creadores a quienes admiramos por encima de los archiveros, de los gemólogos, de los matemáticos y hasta de los exploradores, porque su talento dulcifica y ensancha nuestra vida, porque sus obras definen los perfiles de lo imaginable, trazan el mapa de nuestros afectos y nos brindan la brújula con que orientamos nuestra libertad.
     Creo haber encontrado una de estas obras en la última novela de Rafael Balanzá, Los dioses carnívoros, una novela excepcional, la más cumplida que ha escrito su autor, por más que ya ha sido bien premiado por otras anteriores (se llevó el prestigioso “Café Gijón” por Los asesinos lentos, por ejemplo) y lo mejor que van a leer ustedes en muchos años.

     Les cuento: la novela, como todas las grandes obras literarias, tiene varias capas: una historia de amor y una trama en la que se combinan la acción con el terror serían las más notorias, aunque está llena de sutiles detalles adicionales que será mejor que descubran por sí mismos. El lector no se verá enredado en toda esta complejidad narrativa, porque opera entre bambalinas, como debe ser; si lo leyera el explorador Mawson, por ejemplo, vería en ella una historia emocionante, intensa, agitada, inquietante…, muy del estilo de las que le gustaba rodar al maestro Hitchcock, para entendernos. Damián, el protagonista, es un hombre sencillo que se conduce por la vida con esa grisura que no necesito detallar, porque es la misma que con el paso de los años nos seca las ilusiones a todos. A Damián, además, le han echado del trabajo cuando aún se está lamiendo las heridas tristes que le ha dejado su divorcio. Lo que menos necesita ahora son complicaciones y por eso acepta un trabajo de conserje en un edificio cualquiera; pero la vida no atiende a razones, y el mundo de Damián se empieza a poblar de amenazas incomprensibles, de sucesos extraños y ominosos, de enemigos eficaces que ponen en riesgo su cordura, su salud, su entorno… y, desde luego, su vida. Y justo ahí, cuando parece que todo conduce al caos y al espanto, Damián empieza a salir con una mujer estupenda que parece dispuesta a compartir con él un amor maduro, sereno, cumplido y, por qué no decirlo, feliz; y tanto más parece que la vida del protagonista se llena de esperanza, tanto más se cierra el cerco del horror. Un horror que tiene una voz que le llega al lector en forma de retazos de un escrito espeluznante cuyo autor sólo puede ser alguien cuya vida está dedicada a desgranar su rencor con el mimo preciosista y obsesivo de quien cultiva un jardín de bonsais. Un horror cuyo origen atávico se sitúa “en una época olvidada hacía siglos por el mundo. Aquella en la que los hombres, heridos por sus mutuas injurias y atormentados por los remordimientos, concibieron a sus primeros dioses carnívoros”, los mismos que dan título a la novela.
     Una trama afilada y perfecta la urdida por Rafael Balanzá, quien consigue trasladar al lector la misma angustia que vive el protagonista. Una historia extraordinaria, bien resuelta y perfectamente verosímil que Balanzá escribe de maravilla con su estilo habitual: terso, sobrio, elegante, resuelto, limpio. Balanzá domina el español y lo pone al servicio de sus lectores, y al de las historias, las ideas y las emociones con que construye su obra.
     Los dioses carnívoros tal vez sea la mejor novela que he leído en años, y no me cabe la menor duda de que el tiempo la va a convertir en un clásico, una de esas pocas obras con las que me atrevería a desafiar la estricta moralidad lectora del explorador Mawson e incluso la severa refutación del viejo Platón.

Este artículo fue  publicado en el diario "La Opinión" de Murcia, el día 4 de noviembre de 2017

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