Juego de tronos

A Juego de tronos le corresponde el honor de haber recordado a nuestro siglo que la épica es el género narrativo por antonomasia y el origen de todos los demás. La matriz de nuestros sentimientos morales y de las creencias con que conjuramos el temor a la muerte se encuentra en los relatos que narran las aventuras y las batallas de Moisés, Roldán, Sigfrido, Valtario, Martín Fierro…, y, por encima de todo, en los hexámetros de Homero que cantan la cólera funesta que enfrentó al Pelida Aquileo con el Atrida Agamenón, y que trajo males sin cuento a gran número de aqueos y de troyanos, cuyas almas se precipitaron al Hades, desvaídas y llorosas por dejar sus cuerpos jóvenes para alimento de los perros y los cuervos. El espíritu brillante, compasivo y terrible de nuestra Civilización se forjó en el fuego de la zarza que ardió en el Sinaí, vagó cuarenta años por el desierto y otros tantos siglos por el mundo, conquistó una tierra prometida por un Dios elusivo que ocultaba su nombre, recorrió los mares a la sombra de un Crucificado y adquirió el fulgor del bronce de las lanzas que volaban ávidas de sangre en los versos homéricos, el mismo brillo que tremola en las espadas que pueblan las canciones de hielo y fuego que se narran en Juego de tronos.


     “La guerra es el padre y el rey de todos”, sentenciaba Heráclito: “a unos los señala como dioses; a los otros, como simples mortales. A los unos los convierte en esclavos; a los otros los hace libres.” El lugar donde se encuentran los ejércitos ha sido siempre “el campo de la verdad”, porque es en la batalla donde los hombres se conocen y donde se teje el tapiz del destino de esos entes de razón que son las naciones y de esotros entes de pasión que somos las personas. Doña Pepita Reyes, la catedrática de Historia que me desasnaba con primor encomiable en un bachillerato que fue una patria generosa, repetía una y otra vez que la Batalla de las Navas de Tolosa nos definió como lo que somos, a nosotros y a los moros. Doña Pepita no era muy correcta y murió ajena a todos los miramientos propios de la ESO bilingüe, y por eso llamaba “moros” a los moros, pero se equivocaba poco: “Las Navas, las Navas... No olviden ustedes que seguimos siendo romanos gracias a las Navas de Tolosa, y ahí tienen a los pobres moros, que no dejan de llamar a nuestra puerta.” Doña Pepita era muy sabia y veía venir la vida desde el fondo de la memoria de los siglos.
     A lo que voy es a que Juego de tronos es épica en estado puro, y por eso ha despertado el entusiasmo de media humanidad, contados a bulto. Juego de tronos nos entusiasma, porque nos confronta con nuestras propias ideas sobre la muerte, el placer, la gloria, la fantasía y el poder. Y porque nos enerva con una Cersey Lannister con quien todos quisiéramos disfrutar de un incesto rubio y sudado al calor de las espadas fundidas del trono de hierro; como admiramos a esos Stark que esperan el invierno en una fortaleza que es el refugio de todas nuestras metapreferencias; o soñamos con compartir el vuelo de un dragón con una reina chiquitilla que tiene el pelo y las tetas como de nata montada; o sentimos el llamado del honor al escuchar el juramento de los votos que comprometen la vida de los monjes soldado que guardan el muro que defiende a los vivos del apocalipsis zombi; o ardemos de fervor guerrero cuando asistimos a las mejores batallas que se han rodado jamás (prodigioso el episodio que se centra en la “Batalla de los Bastardos”, por ejemplo).
     A Juego de tronos le tenemos que agradecer el habernos devuelto el placer sagrado con que nuestros antepasados escuchaban a los aedos que cantaron las guerras de los hombres en una sucesión irresistible de sagas emocionantes, aventuras llenas de imaginación, dramas íntimos y tragedias familiares. Juego de tronos, además, nos ha mostrado la justa medida de nuestra valía porque nos ha brindado la oportunidad de contemplar los arrobos calenturientos que despierta un enano putero en nuestras madres, hermanas, hijas y esposas; un tipo brillante y seductor que es todo un prodigio de moralidad hedonista e inteligencia política, sin rastro de fe, pero con un sentido aristotélico de la cosa pública que nos llena de asombro. Es curioso, por cierto, que de los Nibelungos acá, tanto la épica como el porno sean géneros poblados de enanos más o menos dignos de los suspiros de nuestras madres; pero esa es otra historia.

Este artículo fue  publicado en el diario "La Opinión" de Murcia, el día 30 de junio de 2018

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