Casino 2048

Noviembre era un mes luminoso en el Casino antes de que la Plaga se extendiera por las calles de Murcia. La llegada de los zombis había afectado mucho al callejeo y el zurriburri de amigos, conocidos y saludados, tan propio de la sociedad murciana; la gente salía menos y el Casino dormitaba sus tristezas, como esos solterones melancólicos que se olvidan de planchar sus camisas. Los zombis nunca han sido demasiado agresivos, a menos que los soliviantes; y siempre atacan de forma lenta y destartalada. Pero a la gente le molesta cruzárselos por la calle, o verlos apelotonados en la entrada de la Universidad, que es un sitio que les encanta, cualquiera sabe por qué; sin que nadie pueda hacer nada al respecto: las autoridades europeas, movidas por los partidos de la neopolítica y los lobbysdel neohumanismo (ya nadie usaba el término “oenegé”, éticamente desgastado por la torrentera de escándalos que vienen saltando a la prensa desde hace décadas), Europa, o sea, decretó la concesión del estatuto de “refugiado” a todos los zombis, y está prohibido arrancarles la cabeza ni por obra de higiene y misericordia. Desde luego que un zombi no se debería confundir con un refugiado, pero nadie espera que la lógica y el buen sentido imperen en un mundo donde este tipo de seres se pasean por las calles mientras los neohumanistas embozan la opinión pública. Al principio era otra cosa, todo el mundo desmochaba zombis, hasta las monjitas, y fueron unos días muy hermosos, que se recuerdan con nostalgia: uno salía de paseo con su machete comprado por Amazon, se ventilaba un par de zombis, tampoco necesitabas más, y volvías a casa satisfecho de haber realizado una buena acción. Es verdad que se corría el albur de fallar el golpe, que el zombi se revolviera y te diera un mal mordisco; pero todos asumíamos un riesgo que nos parecía la sal de la vida. Mi madre, que siempre tuvo mucho carácter, celebró su nonagésimo aniversario descabezando a la mitad de los del barrio, más varios gorrillas y yonkis de los de siempre, con la excusa de que no los distinguía de los zombis, y hubo que meterla en una residencia cuando llegó la prohibición, porque le había cogido el gusto y no había modo de pararla.
La ilustración es obra de Diana Escribano Henarejos
Pero todo esto no es más que contexto. Mi historia comenzó el primer viernes de noviembre del 2048, con un holomensaje de Juan Antonio Megías, el presidente del Casino, que me dejó un poco inquieto:
- Deja todo lo que tengas entre manos y ven a mi despacho. Antonio Rentero y Pedro Rivera vienen también.
Rentero llevaba tiempo en la neopolítica y gestionaba la cartera del Ministerio Murciano de Realidad Virtual. Pedro Rivera también pasó por el gobierno a finales de la Primera Transición, y fue el responsable del soterramiento del aeropuerto, o de no sé qué de Tintín, no sabría decir. Sea como fuere, todos éramos y somos amigos, y cualquier excusa es buena para tomarse un whisky entre buenos conversadores amables.
        - Llegas el primero, Giménez, como siempre - me saludó Megías.
         - ¿Se puede saber qué haces para mantenerte tan guapo?
       Megías, que frisaba la centena, mantenía la misma tiesura robusta y senatorial de cuando llegó a la presidencia del Casino, que parece que fue ayer, pero ni mucho menos. La ciencia (farmacológica y quirúrgica) tenía mucho que ver con este milagro, por más que él lo negase, según costumbre generalizada.
- Lo mismo que tú, Giménez.
- Yo me limito a no añadirle hielo al whisky y a no tomar disgustos.
- Pues lo que os voy a contar esta tarde te va a quitar todas las penas de golpe. Mira, ya están aquí Rentero y Rivera… Caballeros, siéntense y sírvanse un whisky.
Recuerdo que el whisky era turboso, salino y maduro, pero no le hicimos el caso que se merecía, porque Megías abrió la caja fuerte del despacho y extrajo una antigua damajuana de vidrio repujado que, puesta al trasluz, dejaba ver un líquido espeso e irisado, que parecía cambiar de color y no para bien. La literatura del siglo XIX hubiera descrito aquello como un “precipitado”; hoy en día hablaríamos de un fluido biónico, pero lo cierto es que su aspecto y, sobre todo, su comportamiento, no se dejaba atrapar por una semántica tan aséptica.
- Caballeros, esto me lo envían desde el Casino Imperial de Budapest y supone la culminación de un proyecto en el que estamos embarcados varios clubes de la vieja y noble Europa. Se trata de la solución a la crisis zombi y una esperanza de volver a levantar los ideales que dieron lugar a nuestra Civilización.
En resumen, Megías nos reveló que aquel fluido era una especie de tratamiento cuya ingesta nos convertiría en vampiros, al viejo estilo del Conde Drácula.
- Si estáis conmigo -concluyó- hoy mismo podemos iniciar la transformación; seríamos los primeros españoles capaces de enfrentarnos a los zombis, sin que nos afecten la normativa neohumanitaria de las narices, porque nosotros ya no seríamos humanos, sino unos seres ética y biológicamente superiores: los respetuosos y leales guardianes del legado cultural de la Europa que derrotó a los turcos en Lepanto.
           Pedro Rivera, tan prudente siempre, fue el primero, el único en realidad, en poner objeciones.
           - Megías, precisamente tú siempre has sido un buen católico. Y yo tampoco quiero ofender al Señor. Ni mucho menos a mi mujer. Esto de Lepanto y los vampiros…
          - Por lo que me han explicado, a tu mujer le va a encantar, seguro: los vampiros son seres muy atractivos. Y nadie va a abandonar su religión, hasta ahí podíamos llegar. Estamos ante un producto en el que la ciencia se ha puesto al servicio de la literatura y del mito; pero sin dejar de ser ciencia; esto no es distinto de una vacuna o de un antibiótico. Seguiremos siendo lo que somos en lo sustancial: con nuestro carácter, nuestras virtudes y nuestros principios de siempre. Sentiremos apetito de sangre, ansia incluso, es el precio que hay que pagar; pero hoy día hay soluciones: ya ni los hospitales transfunden plasma humano, sino que se emplean productos sintéticos que también nos servirían a nosotros. Además, el tratamiento es reversible durante la primera semana. Si os animáis a probarlo, en seis días nos volvemos a ver aquí, y a quien no le convenza su vida de vampiro, le administramos el antídoto y fin del experimento. Ya os adelanto que podremos seguir disfrutando del whisky y de todo lo demás. Comeremos y beberemos como siempre, más la sangre, claro.
        - Trae para acá. Yo llevo queriendo ser un vampiro desde que vi a Cristopher Lee interpretando a Drácula. Tengo incluso comprado un ataúd. De esta noche no pasa que duermo en él.
           El animoso era Rentero. El resto de nosotros apuró su dosis en silencio.
       No es fácil describir lo que vino a continuación; sirva decir que transcurrida la semana, ninguno de nosotros se tomó el antídoto; ni tan siquiera hablamos de ello. Tal y como nos adelantó Megías, nuestra vida había ganado en intensidad, por más que ahora vivíamos en un tiempo homólogo a la eternidad, lo que podía empujarnos al aburrimiento o la inacción; sí es verdad que ya nada nos apremia, ni siquiera acabar con los zombis, aunque mantenemos vivo el propósito. Desde el primer día, los cuatro nos sentimos cómodos en la teología, en la gramática, en la teoría de números y en el silencio de la noche. Siento mi cuerpo y mi mente como si fueran nuevos y antiguos a la vez, y cada día descubro en mí algo sorprendente y maravilloso: que puedo caminar por una pared, o anticipar la trayectoria del vuelo de los pájaros, o pensar en latín. Mi imagen no se refleja en los espejos, pero veo en ellos cosas que los mortales no conocen. A cambio, me siento frágil y expuesto cada vez que una muchacha sonríe y siento su vida latirle con fuerza en las venas.
Este artículo fue  publicado el 15 de septiembre de 2018 en un suplemento especial con el que el diario "La Opinión" de Murcia celebraba su trigésimo aniversario

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