Faulkner sexy
A los intelectuales europeos les
cuesta lo suyo entender la relación fresca, divertida, ligera, borrachuza,
ingeniosa y sexy que William Faulkner mantuvo con la industria de Hollywood. Eso
suyo que les cuesta se enraíza en una tradición cinematográfica que no ha
tenido el menor rebozo a la hora de poner su arte al servicio de las ideologías
y de los gobiernos, bien en forma de propaganda directa (Leni Riefenstahl,
Serguei Eisenstein, la chupipandi de la ceja…); bien indirecta (Bertolucci,
Costa-Gavras, Ken Loach, la Nouvelle Vague…)
Así las cosas, el cine europeo se ha acostumbrado a sostener su industria al margen de toda consideración mercantil, lo cual ha llevado al sector a hacer de la necesidad virtud y pensar que para ser un buen cineasta hay que estar en contra del mercado; no en contra de la gran vida, entiéndaseme, porque la grandeur se la sufraga con nuestro dinero ese poder a cuyo servicio ponen su profesión.Así las cosas, es normal que a los supramentados intelectuales europeos les cueste entender que William Faulkner, siendo como fue uno de los más exigentes, fascinantes y difíciles prosistas del siglo XX, fuera también un gran vividor que vendiera sin complejo alguno su talento a la industria de Hollywood, para la que escribió seis guiones de muy distinta calidad, aunque bastante apañados todos ellos, cinco de los cuales fueron dirigidos por Howard Hawks, nada menos. Y que durante los años que pasó en California escribió por amor al dólar, vivió como un príncipe, bebió como un odre y fornicó como no quieran dueñas con toda la que se le puso a tiro, que fueron muchas.
Tal fue el caso de la guapísima Joan Collins, a quien Faulkner conoció durante el rodaje de Tierra de Faraones, una película deliciosa que contó con un equipo de creadores que rebosaba talento: Howard Hawks en la dirección; Dimitri Tiomkin en la banda sonora; Faulkner, Bloom y Kurnitz en la historia, el guión y los diálogos… Además, los estudios no escatimaron gastos y trasladaron el rodaje hasta Egipto, con el ánimo de congeniar con la corriente de popularidad arqueológica que se había desatado en América a raíz del descubrimiento de los tesoros de la tumba de Tutankhamon. Sin embargo, la producción se hundió en la taquilla y estuvo a punto de llevarse por delante la carrera profesional de todos cuantos participaron en ella, con todo merecimiento, además.
El epicentro del desastre se situó en la persona de Joan Collins, quien por entonces figuraba el límite máximo de lo que un ser humano puede llegar a aprecerse a una pantera; a una pantera muy sexi. Vestir a la Collins a la egipcia supuso el encendido de las braguetas de todo el equipo de producción, a las que se vinieron a sumar las de los camareros, camelleros, aguadores, especieros, hojalateros, guarnicioneros, curtidores, ulemas y sufíes del Alto y Bajo Egipto, con el consiguiente desgalichamiento del decoro, el orden y el concierto requeridos para poner en marcha una producción de este calibre. El rodaje, todo un acontecimiento para el País del Nilo, no tardó en resentirse del efecto Collins, pues cada cual aportaba su granito de arena para que la dama luciera espléndida en detrimento del Faraón, interpretado por un Jack Hawkins grandote y cabezudo que llenaba la pantalla y el corazón de las señoras, y contra el que se confabuló todo el equipo, una panda de señores feos, viejunos, esmirriados y rencorosos con su director al frente. Los del vestuario, por ejemplo, rediseñaron los trajes de Hawkins sobre la marcha para que apareciera como una especie de travestorra tinerfeña avant la lettre. Los de iluminación se confabularon con los de maquillaje para llenarlo de sombras, manchas y brillos, como el retablo de una parroquia de tercera. Faulkner reescribió todas sus líneas de diálogo para que hablase “como un viejo y ridículo coronel de Kentucky” con giros y expresiones impropios de un Faraón del Alto Imperio, ni de nadie con un mínimo sentido de la dignidad sintáctica. Los hoteles de El Cairo no daban abasto para suministrar el whisky y las danzarinas guarrindongas que demandaba el desconsuelo y la desazón provocados por la sabia combinación de calenturas y desdenes con que la Collins administraba las relaciones con su entorno laboral, y todo ello tuvo su efecto sobre el resultado, como no podía ser de otro modo.
Así las cosas, el cine europeo se ha acostumbrado a sostener su industria al margen de toda consideración mercantil, lo cual ha llevado al sector a hacer de la necesidad virtud y pensar que para ser un buen cineasta hay que estar en contra del mercado; no en contra de la gran vida, entiéndaseme, porque la grandeur se la sufraga con nuestro dinero ese poder a cuyo servicio ponen su profesión.Así las cosas, es normal que a los supramentados intelectuales europeos les cueste entender que William Faulkner, siendo como fue uno de los más exigentes, fascinantes y difíciles prosistas del siglo XX, fuera también un gran vividor que vendiera sin complejo alguno su talento a la industria de Hollywood, para la que escribió seis guiones de muy distinta calidad, aunque bastante apañados todos ellos, cinco de los cuales fueron dirigidos por Howard Hawks, nada menos. Y que durante los años que pasó en California escribió por amor al dólar, vivió como un príncipe, bebió como un odre y fornicó como no quieran dueñas con toda la que se le puso a tiro, que fueron muchas.
Tal fue el caso de la guapísima Joan Collins, a quien Faulkner conoció durante el rodaje de Tierra de Faraones, una película deliciosa que contó con un equipo de creadores que rebosaba talento: Howard Hawks en la dirección; Dimitri Tiomkin en la banda sonora; Faulkner, Bloom y Kurnitz en la historia, el guión y los diálogos… Además, los estudios no escatimaron gastos y trasladaron el rodaje hasta Egipto, con el ánimo de congeniar con la corriente de popularidad arqueológica que se había desatado en América a raíz del descubrimiento de los tesoros de la tumba de Tutankhamon. Sin embargo, la producción se hundió en la taquilla y estuvo a punto de llevarse por delante la carrera profesional de todos cuantos participaron en ella, con todo merecimiento, además.
El epicentro del desastre se situó en la persona de Joan Collins, quien por entonces figuraba el límite máximo de lo que un ser humano puede llegar a aprecerse a una pantera; a una pantera muy sexi. Vestir a la Collins a la egipcia supuso el encendido de las braguetas de todo el equipo de producción, a las que se vinieron a sumar las de los camareros, camelleros, aguadores, especieros, hojalateros, guarnicioneros, curtidores, ulemas y sufíes del Alto y Bajo Egipto, con el consiguiente desgalichamiento del decoro, el orden y el concierto requeridos para poner en marcha una producción de este calibre. El rodaje, todo un acontecimiento para el País del Nilo, no tardó en resentirse del efecto Collins, pues cada cual aportaba su granito de arena para que la dama luciera espléndida en detrimento del Faraón, interpretado por un Jack Hawkins grandote y cabezudo que llenaba la pantalla y el corazón de las señoras, y contra el que se confabuló todo el equipo, una panda de señores feos, viejunos, esmirriados y rencorosos con su director al frente. Los del vestuario, por ejemplo, rediseñaron los trajes de Hawkins sobre la marcha para que apareciera como una especie de travestorra tinerfeña avant la lettre. Los de iluminación se confabularon con los de maquillaje para llenarlo de sombras, manchas y brillos, como el retablo de una parroquia de tercera. Faulkner reescribió todas sus líneas de diálogo para que hablase “como un viejo y ridículo coronel de Kentucky” con giros y expresiones impropios de un Faraón del Alto Imperio, ni de nadie con un mínimo sentido de la dignidad sintáctica. Los hoteles de El Cairo no daban abasto para suministrar el whisky y las danzarinas guarrindongas que demandaba el desconsuelo y la desazón provocados por la sabia combinación de calenturas y desdenes con que la Collins administraba las relaciones con su entorno laboral, y todo ello tuvo su efecto sobre el resultado, como no podía ser de otro modo.
Al cabo, la productora calculó
las pérdidas en más de dos millones de dólares, un fortunón en aquellos
tiempos. Howard Hawks se pasó cuatro años en barbecho (el período más largo de
su carrera cinematográfica); el equipo entero salió de la Tierra de los
Faraones con sus carreras moribundas; la única que alzó su vuelo en gloria y
majestad fue Joan Collins: el eterno femenino, ya saben. Tampoco se le escuchó
queja alguna a William Faulkner, que siguió en sus letras, como si nada. Ni a
los del hotel de El Cairo, claro, que no se han vuelto a ver en otra.
Artículo publicado en el diario "La Opinión" de Murcia, el día 14 de mayo de 2016