Por mi boka

     "Y Dios recogió tierra de las cuatro partes del mundo de cuatro colores. Con la tierra negra se crearon las entrañas, con la tierra colorada se creó la sangre; con la tierra blanca se crearon los huesos y las palabras, con la tierra amarilla se creó la carne del cuerpo." Así narra el nacimiento de las lenguas el Meam Loez, un texto rabínico escrito en ladino en la primera mitad del siglo XVIII. Somos barro insuflado de un hálito divino del que brotan la carne, la sangre, las entrañas y las palabras. Y del mismo barro blanco se moldean las palabras y los huesos, como si aquéllas construyeran el esqueleto de nuestro Espíritu. Poco podemos hacer los simples mortales, sin embargo, para crear, matar, o preservar una lengua. En los primeros años de nuestra Transición, Dámaso Alonso, desde la presidencia de la RAE, se dirigía a los padres de la Constitución en los siguientes términos: “A las lenguas, mejor me las dejan en paz”. Por supuesto que no le faltaba razón. Por supuesto que no le hicieron el menor caso.

Imagen de Sefarad



     Cuento esto porque parece que, por primera vez desde la Expulsión, los niños sefardíes ya no hablan su lengua. Esto es lo que cuentan, al menos, Myriam Moscona y Jacobo Sefamí, quienes acaban de publicar una antología de textos, Por mi boka (Editorial Lumen, 2014), en esa lengua libre y preciosa, que es un milagro de amor a España, conservado durante más de 500 años de diáspora por una comunidad que se ha visto obligada a adaptarse a entornos lingüísticos y culturales que nada tenían que ver con la herencia española (Turquía, Bulgaria, Hungría, Escocia…) y que, sin embargo, ha conservado intacta su lengua, sin más sentido que el hacerla símbolo de la casa perdida que para ellos es Sefarad, nuestra indudable España.

     Por eso hoy quisiera pedirle a mis amigos lectores que compren, lean y difundan este texto, porque es lo menos que se merecen estos compatriotas que llevan 500 años sufriendo el haber tenido que abandonar su patria, su casa, sus negocios, sus amigos y su vida toda. Por ese reconocimiento; por toda la compasión (en el sentido más puro, etimológico y alegre del término) que el ladino debe despertar en los españoles; porque poco más puede hacer nadie por conservar este tesoro de amor a España, y también y sobre todo, porque es un placer toparse con literatura en la que bulle intacta y vivaracha la misma lengua graciosa en la que escribiera Juan del Encina, el Marqués de Santillana y el Infante don Juan Manuel. De verdad, no se lo pierdan.

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