Gastroarte

     En 1987 llegaba a las librerías La derrota del pensamiento, de Alain Finkielkraut. Al tratarse de un ensayo filosófico escrito por un autor francés cabría esperar de él que consistiese en un ejercicio (otro más) de exaltación de la banalidad colmado de parrafadas atorrantes, de sintaxis afligida, sentido vaporoso, referente nulo e ideología entre el blandiblup de la UNESCO y el engrudo postmarxista, sin más propósito que hacerse un hueco en un mercado que demandaba y aún demanda este tipo de tochos estúpidos, inanes y contrarios al Progreso, Occidente y la Razón. Pero lejos de tal, La derrota del pensamiento fue y es un texto fresco, alegre, digno, a contracorriente tanto en la forma, que es diáfana, como en el fondo, que se revela incorrecto, ilustrado y contrario al relativismo, al multiculturalismo, al folclorismo, al pedagogismo, al psicologismo y a la cultura zombi, en general. Compartir la visión del mundo de Finkielkraut te vacuna contra cualquier instinto grupal lo cual quiere decir que te inhabilita para formar parte de una agrupación sardinera, de un Consejo Escolar o de un grupo de terapia de crecimiento espiritual. Los discípulos de Finkielkraut somos como el queso viejo, que olemos a rancio, fundimos mal y nos quemamos enseguida, y por eso no nos pegamos al alma colectiva y, por encima de todas las cosas, nos oponemos a ese populismo descolonizador que valora menos a Shakespeare que a un par de botas. Finkielkraut nos ha mostrado al rey desnudo al revelarnos que todo el arte de las postvanguardias cuelga del mismo clavo: aquel que postula que el Gran Arte es una impostura burguesa y eurocentrista y que tiene como corolarios que la Gran Música debe dar la espalda a las sonatas de piano de Beethoven y arrimarse a un jíbaro que se rasca el culo con una mano, mientras con la otra golpea un pandero fabricado con el escroto piojoso de algún antepasado totémico; o que la Gran Pintura debe arrinconar a Vermeer y poner un retrete boca abajo o levantar una montaña de escombros; y en este plan.
     Digo todo esto porque el Museo de Bellas Artes de Murcia acaba de montar una exposición en la que un cocinero, Pablo González Conejero, exhibe platos concebidos bajo la inspiración de algunos de los cuadros de la colección permanente, y se sirven aliñados con los entrañables poemas de Santiago Delgado. Y a mí, que soy fiel discípulo de Finkielkraut, lo de meter a un cocinero en un museo me alza el escudo de no vayamos a estar comparando a Shakespeare con un par de botas. Tanto más, cuanto que la cocina ha sido considerada tradicionalmente (y no conviene nunca desdeñar la tradición en vano) como un oficio bastardeado por las servidumbres del olfato y del gusto, los más sensuales de los sentidos, los más golfos, los más veraces, los más peligrosos, los más conectados con eso que Platón llamaba el caballo furioso que pone en peligro el buen gobierno de nuestra alma. No es lo mismo decirle a una mujer algo así como “qué guapa te veo”, que informarle de lo bien que le huele la piel; y no digamos ya si le rogamos que nos deje beber de su sudor. Si accede a esto último, podemos marcar en rojo la fecha y celebrar la fiesta; mientras que consentir una mirada no significa nada, porque la vista es un sentido platónico, distante, elevado, espiritual, eidético y museístico.
La imagen es doble; de un lado figura un óleo: Guirnalda de frutas rodeando al Buen Pastor (circa 1660), de Joris van Son. Del otro, unas manitas de cordero con crudité de verduras, tempura y yogur, de Pablo González Conejero. Las fotografías se las debemos a Joaquín Zamora

     Ahora bien, sin desdecirme de nada de lo dicho, hemos de reconocer que la alta cocina, de dos décadas acá, ha evolucionado tanto y tan bien que ya casi no desmerece en ningún sentido a las artes mayores. Se podría discutir si su carácter efímero le aporta gloria o le resta solidez. En todo caso, lo cierto y verdad es que la alta cocina es una experiencia sensual e intelectualmente muy elaborada; plena de matices olfativos y sorpresas gustativas; visualmente maravillosa y potentísima como fuente de placer y de conocimiento, como muy bien sabemos quienes hemos tenido la fortuna (y el buen criterio) de disfrutar del oficio de Pablo G. Conejero en su restaurante “La Cabaña de Buenavista”; y, como podrán apreciar todos cuantos se acerquen al MUBAM a contemplar esta exposición, donde podrán mirar (no probar, ay) unos platos cuya estética se sitúa, desde luego, a la altura eidética de los cuadros con los que se mide, lo cual es una muy buena noticia para todos los caballos que tiran del carro de nuestra alma atribulada.

Lean también éste y otros artículos en el Canal de Libros del diario "La Opinión" de Murcia

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