La Mandrágora

     Inventar historias fantásticas y saber contarlas de modo extraordinario constituye un don tan excepcional, que los tiempos y las culturas lo han significado siempre como una marca de la divinidad. El aedo en el palacio de Knossos, el cuentacuentos que entretiene a sus paisanos en un cafetín árabe y el ganador del Premio Planeta nos han parecido seres que conocen el rostro de Dios, que escuchan los diálogos de los muertos, que saben encontrar el camino que lleva al Infierno y el modo de volver de allí. La narrativa fantástica (la literatura por antonomasia) cristaliza ese don en un mensaje emitido por un alma extraña y pulida por un oficio palabrero; un mensaje destinado a unos letraheridos que no sabemos vivir sin noticias de ese mundo divino donde Príamo besa las manos homicidas de Aquiles; Sherezade viste de cuentos sus mil y una noches, y un flautista seduce a las ratas y a los niños de Hamelin.
     Jean Lorraine (1855-1906), pseudónimo de Paul Alexandre Martin Duval, fue, al decir de los tratadistas, uno de los más señeros representantes del decadentismo francés; pero lo que de verdad nos importa es su talento literalmente sobrenatural para la fantasía y para la vida: extravagante, incómodo, intratable, provocador, atrabiliario y dueño de una magia demoníaca que le permitió remover los cimientos de la narrativa de su tiempo con sus dizque fábulas fantásticas, por llamarlas de alguna manera. De su biografía sabemos que retó a duelo a Marcel Proust a resultas de una mala crítica; que hizo ostentación de su pasión por los cuerpos sudados de los luchadores y los forzudos de las ferias; que abusaba del láudano y de la Dama Verde (la absenta); que transgredió la moralidad de la buena e incluso de la mala sociedad francesa; que desafió a su propio cuerpo y a lo más Sagrado, y que murió de sífilis. En cuanto a su obra, poco se puede decir de ella, salvo que no se parece a nada que hayamos leído antes, y que actúa como un veneno adictivo y turbador.

     Verbigratia: “Cuando se supo que la reina había dado a luz una rana, cundió la consternación en la corte. Las damas del palacio guardaron silencio, y no se hablaba de ello en los altos vestíbulos más que con bocas pespunteadas y miradas afligidas que lo decían todo.”  Así comienza La Mandrágora, una fábula fantástica escrita por Lorraine con propósitos sin duda oscuros, porque arranca como los cuentos de los niños, para dar paso a una pesadilla cruel que concluye en una fábula perversa que turbaría a un legionario, lo que viene a ser como si en mitad de Barrio Sésamo apareciera Nacho Vidal a probar si de verdad le entra lo suyo en el vaso de los cubatas. No tolerado para infantes, pues, pero lectura deliciosa para adultos, con una trama llena de sorpresas, de humor tenue, de goticismo y de ese buen gusto con que el Gran Arte viste lo terrible para que lo disfrutemos como un placer sexi. 
     Cuando se habla de Lorraine es habitual citar a Thomas de Quincey y a Edgar Allan Poe; también al psicoanálisis, o al movimiento surrealista, del que Lorraine es su más claro precursor. Me permito añadir a Auguste Villiers de L’isle-Adam, por la proximidad de la poética de ambos autores; y también (aunque esto resulta mucho menos evidente) a James Matthew Barrie, el creador de Peter Pan, un texto posterior al de Lorraine pero que comparte con él las cualidades dramáticas, la inspiración fantástica, la confusión entre el sueño y la vigilia, y una cierta visión amoral, cruel y despiadada del mundo de los niños.
     Pero estos son negocios para los departamentos universitarios. A nosotros nos toca disfrutar de esta pulcra edición que ha recuperado La Mandrágora de Jean Lorraine para los lectores de español y, de paso, para la Historia de la Literatura Universal, puesto que incluso en Francia se encontraba descatalogada desde hace décadas. Una oportunidad para deleitarnos con las bellísimas ilustraciones originales de Marcel Pille; con la letra hermosa y el buen papel que gastan en “Reino de Cordelia” (¡qué catálogo tan guapo el de esta editorial!); con la emocionante y atinada introducción de Alicia Mariño; con la primorosa, elegante y gustosa traducción escrita al alimón por la profesora Mariño y por el poeta Luis Alberto de Cuenca; con el tacto de las cubiertas; y con su lectura, claro, que quizás les trabe los sueños.

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