Hamburgo
Cuenta Horst Stern en la biografía
literaria de Federico II Hohenstaufen (El
hombre de Apulia, Seix Barral Editores), que el emperador aprendió a amar
la libertad al arrullo de su aya, una mora guapa de grupa generosa que lo
inició en los secretos del amor, eso de zagalico; y bajo el influjo republicano
de los senadores hanseáticos de Hamburgo, eso ya de más mayor. Tengo para mí
que Stern no se equivoca y que la libertad es una virtud que se viene arriba sobre
las curvas de un buen culo, en lo privado, y al abrigo de las callejas de una
ciudad libre donde nadie se interese por las ideas de quien vive de su esfuerzo,
en lo público. Hamburgo era entonces (en el siglo XIII) y sigue siendo hoy una
de las ciudades más libres y prósperas del mundo, por encima de cualquier otra
que se me pueda venir a la cabeza.
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Speicherstadt, en Hamburgo |
Con más puentes y canales que Venecia
y Amsterdam juntas, Hamburgo es agua urbana que discurre entre los brazos y
pantanales que se abren en la desembocadura de tres ríos majestuosos: el Elba,
el Alster y el Bille. En Hamburgo llueve más que en la Biblia, pero eso no
bastó nunca a sus habitantes, quienes dominaron las aguas del Alster y represaron
con ella dos grandes lagos, Aussenalster y Binnenalster, que ocupan una
superficie mayor que Central Park en Nueva York, y constituyen el verdadero
corazón afectivo de la ciudad, mientras que el cerebro y el músculo económico se
situaría en el Puerto sobre el Elba, el segundo más importante de Europa en cuanto
a movimiento de contenedores, con una tradición comercial que se remonta a 1189,
año en el que Federico I Barbarroja concedió a Hamburgo la condición de Ciudad
Imperial Libre y la exención de impuestos de todo el comercio que transcurría entre
el Bajo Elba y el Mar del Norte.
Cercano al puerto, se sitúa la Speichersadt, la ciudad de los
almacenes, el mayor depósito de mercancías del planeta, un conjunto de
edificios levantados sobre el agua a lo largo del siglo XIX que acaba de ser
declarado por la UNESCO Patrimonio Monumental de la Humanidad, ahora que los follacabras
del califato sarraceno están volando los restos de la ciudad de Palmira, otro
gran enclave humano erigido por obra y gracia de los beneficios del comercio. Entre
Speicherstadt y Kontorviertel (el barrio administrativo) proliferan las galerías de
arte, los cafés, los bares… y perdido en uno de sus edificios más discretos se
localiza una oficina que controla el comercio de todo el café y el té que se consume
en el mundo, incluido el que usted está saboreando mientras disfruta de la
prosa florida de este suplemento cultural, un comercio que deja unos beneficios
literalmente incalculables, y por eso Hamburgo es la ciudad con más oficinas
consulares comerciales del mundo.
También junto al puerto se sitúa
Sankt Pauli, la zona donde se concentran las putas, los teatros y la música en
directo; un barrio rojo verdaderamente singular cuyo conocimiento recomiendo
encarecidamente a los alumnos de la ESO Bilingüe y la Educación para la
Ciudadanía, para que puedan experimentar en su piel los dilemas políticos y
morales que se asoman a las puertas de los negocios relacionados con los
placeres de la bragueta, cuya seguridad, higiene y buenas prácticas (eso que
los follamelindres de Bruselas llaman la “gobernanza”) vienen garantizados por
una mafia turca que ejerce el poder real en el barrio desde los años sesenta
del pasado siglo, poco más o menos. En Sankt Pauli se rueda el cine porno más imaginativo
del mundo, con actores y actrices de los cinco continentes, al llamado de unas
productoras que no les pagan, sino que les cobran por participar en estos rodajes
alocados, sin miedo a que nadie les robe la cartera mientras una viuda de Reus
se les sienta en la cara y una novia de Vladivostok les trajina lo del día de
la boda.
Hamburgo, en fin, es la ciudad más interesante
y viva de Europa, y como tal ha inspirado a narradores, poetas y filósofos. De
todos ellos, mi favorito es el escocés Craig Russell, quien ha dedicado una
serie de novelas a esta ciudad, protagonizadas por el comisario Jan
Fabel, un policía que gasta un cierto aire británico (como lo tiene Hamburgo
entera, que presume de ser el barrio más putero y húmedo de Londres); que come
peor que ningún detective del mundo (pepinillos polacos, queso frío, pan negro,
cerveza helada y café desleído es su menú ideal), y que persigue a los asesinos
de una ciudad que es el perfecto escenario para el género negro, ése que
florece donde la libertad nos permite disfrutar de las historias que recrean nuestros
pecados más guarrindongos.