La pirámide de la vida
Goethe fue un acontecimiento en la
historia del Espíritu; un acontecimiento que, en opinión de Nietzsche, no tuvo
la menor consecuencia; pero a Nietzsche le supuraba la envidia por los
colmillos a causa de ese síndrome de príncipe destronado que enturbia el alma
de los artistas y filósofos, y que les lleva a pasarse la vida renegando de un
Universo que no alcanza a comprender la grandeza de su genio. Goethe es de los
pocos intelectuales (junto con Epicteto, Kant, Spinoza y unos pocos más
elegidos del Espíritu) que jamás dieron muestras de albergar ese tipo de
ruindad moral. Bien es cierto que el autor de Las desventuras del joven Werther lo tuvo mucho más fácil que
cualquier otro, habida cuenta de que el Mundo se inclinó ante su talento apenas
éste había comenzado a manifestarse. Verdad es también que ninguna de sus
teorías, ni de sus obras, ni de sus gestiones políticas cambió el curso de la
geografía, ni tan siquiera de la historia. Pero su persona, su figura, alcanzó
una enorme trascendencia y llegó a convertirse en el modelo perfecto de una
existencia plena, lograda, capaz de aunar la riqueza espiritual, la sabiduría
filosófica, el genio poético, la prudencia moral y la perspicacia política.
La suya fue una vida rica en
tensiones, batallas, retos, placeres, conocimientos.... Jamás dejó de conseguir
aquello que se propuso: viajó, pintó, estudió, cortejó, amistó, compuso,
enseñó, lideró, noveló, dramatizó, investigó, gobernó, y todo lo hizo con
acierto e intensidad. Logró trabar sus días y sus creaciones con el curso de la
vida social y cultural de su siglo; pero siempre mantuvo a salvo su
individualidad. Diseñó las modas de su tiempo, pero no participó de ellas. La
fortuna le sonrió desde que llegara al mundo en el seno en una de las familias
más influyentes en la política, la economía y la cultura de Frankfurt; pero,
sobre todo, porque su vida discurrió en un siglo que celebraba la inteligencia,
la excepción, la individualidad extrema. Hoy día Goethe no hubiera sido
posible, y, sin embargo, la inmensa fuerza vital que emana de su obra y de su
memoria es tal que, a punto de cumplirse dos siglos de su fallecimiento, el
autor de Las afinidades electivas
transmite la impresión de estar mucho más vivo que la mayoría de nuestros
contemporáneos. Acompañar a Goethe en su viaje a Italia; espiar sus cabalgadas
en compañía del Duque de Weimar; batallar a su lado contra Francia; recitar sus
baladas; pensar el Fausto; indagar en
la amistad que trabó con Schiller o con la madre del Duque, la genial Anna
Amalia; asomarnos a sus inagotables epistolarios... Conocer a Goethe es cobrar
conciencia de la banalidad inane de la cultura de nuestro tiempo. Al lado de la
suya, cualquiera de las vidas de los héroes de nuestro siglo semeja un papel
figurante en una mala película de zombis.
Mientras que los románticos alemanes
desarrollaron la moda del coleccionismo de objetos singulares con los que
abarrotar sus Wunderkammern, sus
pequeños museos extravagantes, Goethe prefirió coleccionar “impresiones”. Su
diario está lleno de anotaciones en las que se pregunta si ésta o aquella
persona que acaba de conocer le han “alentado” lo suficiente como para
dedicarle un segundo encuentro. Era cortés con cualquiera, pero enseguida daba
de lado a los idiotas. Amaba todo lo vivo y procuraba darle una “forma” que le
permitiera retenerlo tanto como fuera posible. En 1780 escribía a Lavater: “Un
instante bello elevado a una forma está salvado. Este deseo vehemente de elevar
tan alto como sea posible la pirámide de mi vida supera todo lo demás y apenas
permite un instante de olvido. No puedo demorarme, tengo ya unos años; es
posible que el destino me parta por la mitad y la torre babilónica quede
truncada. Digamos, por lo menos, que fue proyectada con audacia.”
Causa
y efecto de este magno proyecto vital fue su innegociable sentido de la
libertad propia. Llegado a la vejez, unos jóvenes estudiantes alemanes
influidos por el naciente movimiento socialista se acercaron a su casa a
reprocharle los privilegios de su posición. “No les falta razón",
respondió sin alterarse lo más mínimo, "las circunstancias exteriores
siempre me fueron propicias; pero hasta la libertad heredada ha de ser
conquistada de nuevo para poseerla. A ustedes los jóvenes les toca demostrar si
disponen de la fuerza, el talento y la audacia precisas para llevar a cabo esa
conquista. Y veo algo en su frente alicaída que me dice que ni siquiera están
dispuestos a intentarlo.”