The Imitation Game
“¿Pueden pensar las máquinas?” Con esta pregunta se abre uno de los ensayos más sugerentes, intensos e intemporales que he leído jamás: “Máquinas de computación e inteligencia”, publicado en 1950 por Alan Turing en la revista británica “Mind”. Responder a esa pregunta supone hacerse cargo de uno de los problemas centrales de nuestro tiempo, de todos los tiempos, en realidad. Para averiguar si las máquinas piensan, Turing propone jugar con ellas a lo que los ingleses llamaban “The Imitation Game”; y así precisamente se titula una película recién estrenada que narra algunos de los aspectos centrales de la vida y milagros (intelectuales) de Alan Turing, el hombre que fue capaz de construir una máquina que superara a “Enigma”, el complejo sistema electromecánico con que los alemanes encriptaban sus comunicaciones durante la Segunda Guerra Mundial. No desmenuzo más la trama en atención a quienes quieran acercarse al cine. La película es soberbia, épica, emotiva, sólida…: la que más he disfrutado en años.
Fotografía de Alan Turing |
Pero vuelvo al ensayo y al Imitation Game, que es un experimento imaginario: si dirigiésemos a un ordenador y a una persona las mismas preguntas, sin saber quién es quién, y nos devolviesen por escrito sus respuestas, ¿habría alguna posibilidad de saber con certeza quién es la persona y quién es la máquina? El artículo venía a concluir (en 1950, insisto) que en un futuro no demasiado lejano resultaría imposible distinguir entre el humano y la máquina. La mayor parte del cuerpo del artículo se dedicaba a desmontar los prejuicios morales, religiosos, políticos, o puramente románticos con que solemos embarrar este asunto, debido a que, por aquel entonces la mayoría de los europeos consideraban una especie de abominación antropológica el solo hecho de hablar de “pensamiento” para referirnos a los procesos de computación. La situación no era muy distinta en 1981, cuando el catedrático de Lógica don Manuel Garrido nos propuso a los alumnos de primero de Lógica de la Universidad Autónoma de Madrid que leyéramos el artículo de Turing y que escribiésemos un breve ensayo defendiendo nuestra posición al respecto. Ninguno de los allí presentes nos mostramos dispuestos a admitir que una máquina pudiera llegar a pensar jamás. Los que profesaban el marxismo, por no sé qué doctrinas del salto cualitativo; los que profesaban otros credos, por no sé qué doctrinas del alma inmortal; alguno había incluso que invocaba el humanismo decisionista (como lo oyen)… El caso es que todos coincidíamos, desde nuestra feliz y jovencísima soberbia intelectual, en quitarle la razón a Turing, el sabio que con la sola fuerza de su razón consiguió ganar la batalla más importante que los aliados libraron contra los nazis.
Años después, sin embargo, la situación es muy otra. Hoy no es un lógico extravagante quien defiende la frente al mundo la dignidad razonadora de las máquinas. Todos y cada uno de nosotros actuamos día a día como si nuestros ordenadores, tabletas y teléfonos conociesen, pensasen y decidiesen con más criterio y fundamento que nuestro confesor. Javier Bilbao (cfr. sus publicaciones en “Jot Down Magazine”) lleva tiempo escarbando en Google Analytics a la búsqueda de los sintagmas más frecuentes con que los españoles nos comunicamos con nuestros ordenadores y asegura que no es raro toparse con frases como ésta: “tengo 75 años y quiero ver películas de Ornella Muti desnuda, por favor”. Reparen en el “por favor”; uno no se pide las cosas "por favor" a su tostadora, ni a la depiladora, ni a nada ni a nadie a quien no le brindemos una cierta consideración ética. La buena educación es el modo con que los humanos nos reconocemos la dignidad, y es cada vez más común en nuestro trato con los sistemas informáticos. Una educación que no está reñida con el escalofrío: “¿cómo cortar el frenillo del pene a mi marido con tijeras caseras, por favor?”. Menos inquietante resultan las consultas que se formulan como si la máquina fuese un erudito de la historia antigua: “¿Sabe usted cuánto medía la picha de los romanos?” Aunque la tendencia apunta a un aumento de las aseveraciones que buscan el reconocimiento, la simpatía, la complicidad o la compasión por parte de la máquina, verbi gratia: “A mi mujer le gustan largas y gordas”; o esta otra, que es mi favorita, aunque por nadie pase: “Me encanta meterle el dedo en el culo a mi marido”. ¿Le contará eso mismo a sus vecinas, o es una intimidad que sólo comparte con Google?.
Alan Turing murió asfixiado por los prejuicios puritanos de sus contemporáneos. Si hoy levantara la cabeza respiraría divertido el aire fresco que mueve el desparpajo con que nos confesamos con las máquinas inventadas por él. Sin duda, hemos progresado muchísimo, y lo de menos son los chips.
Artículo publicado en el diario La Opinión, de Murcia, el 10 de enero de 2015