El secreto más terrible
Escuchen lo que dice Amos Oz
en sus memorias, porque tiene fuste: “El chismorreo es el pariente pobre de la Literatura.
Es cierto que la Literatura normalmente no se digna a saludarlo por la calle,
pero no hay que olvidar el parentesco que existe entre ellos, pues es un
impulso eterno y universal husmear en los secretos del prójimo.” Amos Oz se
refiere a esos malos lectores y peores críticos que, enfrentados al
Rashkolnikov de Crimen y castigo, es
un poner, se preguntan por el número de viejas que habría matado Dostoiewsky en
su pubertad, o si toda la agitación de su protagonista no es sino la expresión sublimada
de la pulsión del autor por meterse entre los muslos de una tía abuela aquejada
de una envidia de pene mal resuelta.
Del otro lado, remacha Oz,
estaría el buen lector, aquél que, enfrentado al crimen y a las tribulaciones
de Rashkolnikov, siente en sus propias carnes el terror, la desesperación y el
peso de sus propias culpas, no de las de Rashkolnikov, ni mucho menos las de
Dostoiewsky. La Literatura se convierte en Arte Mayor cuando se olvida del
chismorreo y somete a sus lectores a la prueba terrible de asomarse a la
mazmorra más oscura de nuestra alma, aquella región ignota e innombrable, allí
donde se incuban nuestras locuras, nuestras desdichas, los crímenes que hemos
cometido, y aquellos que deseamos cometer. Nadie tiene un amigo con quien
podamos descender a esa mazmorra, ni la psicología sabe cómo curarnos de lo que
nos vamos a encontrar allí, y no nos queda más remedio que bajar solos a ese
museo de nuestros propios horrores, sin mejor auxilio ni más luz que la que
emana de ese diálogo infinito de las almas eximias que es la Historia de la
Literatura Universal.
Les cuento todo esto, porque
uno de los autores que más ha sufrido el chismorreo de los críticos es Michel
Houllebecq, quien hoy por hoy es el heredero de esa tradición literaria
francesa que sirvió, no tanto como laboratorio de ideas (las ideas, más bien,
surgían en Escocia y en Alemania), pero sí como repositorio del moralismo de la
gran Cultura Europea, y me refiero a autores como Choderlos de Laclos,
Stendhal, Villiers de L’Isle-Adam, Victor Hugo…, narradores imbuídos de muy
diferentes éticas y estéticas, pero empeñados todos en que sus personajes
sirvieran de cauce para narrar el devenir de unas ideas morales que han servido
de base a las costumbres, al derecho y a las políticas europeas, desde el XIX
hasta hoy.
Houllebecq escribe muy a
calzón sacado y eso incluye, claro, hablar de sexo de una manera explícita y
descarnada que llama mucho la atención de esos lectores chismosos a los que se
refiere Amos Oz. Los personajes de Houllebecq, por ejemplo, rara vez practican
ese sexo canónico y misionero para el que se inventó el camisón con portañica
que usaba mi abuela en sus noches de vino y rosas. Los protagonistas de las
novelas de Houllebecq disfrutan del turismo sexual, penetran por vías ajenas a
cualquier tipo de santidad; gulusmean por donde el sol no brilla; rechupetean
lo peor que ustedes se puedan imaginar; se atan, se engorrinan, se emputecen…,
un verdadero sindiós, en suma, que Houllebecq pone ante nosotros con la misma
naturalidad con que el entomólogo nos habla de las tristes normas por las que
se rige la vida de las hormigas.
Nosotros no somos chismosos,
así que nos chupa un pie cómo ni cuántas ni por dónde se las ventila
Houllebecq. Además, lo más inquietante no es la invención narrativa de ese
pandemonio, ni la falta de juicio moral de la que hace gala su inventor. Más
turbadora aún resulta la trama entera de sus novelas, especialmente de la
última, Sumisión, cuyo título alude a
un futurible en el que un partido islamista moderado ganase la presidencia de
la República Francesa. Sumisión la
protagoniza un profesor de la Sorbona que vive en un continente suicida,
amparado por una democracia desarmada frente sus enemigos y rodeado de unos
individuos que comparten un secreto terrible: la mayoría de ellos (¿de
nosotros?) siente nostalgia de la calidez, del olor a establo, de las certezas
sencillas, de la claridad jerárquica con que se vive en las sociedades
tradicionales, que son muy pobres, sí; pero que también abundan en esposas
jovencitas, obedientes y hacendosas, y donde no han de faltar los lujos
refinados que sufragan unos petrodólares muy piadosos que saben cuidar de
aquellos pocos que lo merecen y lo saben disfrutar, con tal que se avengan a
inclinarse y a pedir las cosas con el culete en pompa, en dulce sumisión, como
Dios manda.