Nuestros libros
El marqués de Condorcet, quien fuera
llamado por Voltaire “el filósofo universal”, fue siempre un hombre dulce,
amable, sensato y razonable. Su gran amiga madame de Lepinasse había escrito sobre
él: "Esta alma sosegada y moderada en el curso ordinario de la vida, se
convierte en ardiente y fogosa cuando aboga por los oprimidos, o cuando
defiende lo que aún le es más querido: la libertad de los hombres..." Estas
y otras prendas no le evitaron tener que abandonar su mansión parisina en una
noche terrible de 1794, perseguido por el Terror Jacobino, solo, a pie y sin
más equipaje que un hatillo de libros de los que no sabía separarse. Tras pasar
la noche al raso en los campos que rodeaban París, el hambre, el relente y el
agotamiento lo vencieron, y decidió arriesgarse a entrar en una posada para
almorzar y descansar un rato junto al fuego. Sentado en el comedor, sus rasgos
nobles y sus buenos modales llamaron la atención de la esposa del posadero.
Mucho más joven que su marido, a la muchacha le hervía la sangre al mismo ritmo
con que le bailoteaba un escote generoso que volcó en la mesa del filósofo. El
dueño de la fonda era viejo, pero no lo bastante como para que no le picaran
los cuernos, de modo que mandó a su esposa a la cocina y atendió él mismo a tan
distinguido huésped.
- ¿Qué deseáis tomar, ciudadano?
Condorcet sabía que no era prudente
pedir ningún manjar refinado. El pueblo llano y sus dirigentes jacobinos hacían
gala de almorzar unas desagradables y populacheras sopas de vino; pero a
nuestro filósofo le asqueaba el plato, así que optó por algo rústico, pero menos gachoso:
- Una jarra de vino caliente y una
tortilla.
- ¿De cuántos huevos?
Nuestro filósofo había disfrutado de
innumerables cenas galantes, entendía de mariscos, de añadas de champán…; pero
jamás en su vida había entrado en una cocina, ni tenía la más remota idea de
los huevos que necesitaba una tortilla, de modo que la pregunta le cayó como
una bomba:
- ¿…Doce…?
Esta respuesta titubeante, ese no
reparar en huevos, confirmó las sospechas del posadero de que se hallaba ante
algún aristócrata que huía de la guillotina. Imediatamente ordenó a los gañanes
de la fonda que encerraran al señoritingo en un cuarto y envió a buscar a los
gendarmes jacobinos. Pocos días después, Condorcet se envenenaba en su celda
para evitar que su cabeza rodara en el cadalso en medio del jolgorio de unas
mujerucas resentidas, ignorantes e indiferentes a que aquel hombre guapo hubiera
dedicado buena parte de su vida a defender la condición y los derechos
femeninos.
La Historia de la libertad abunda en
mártires como Condorcet. Por fortuna, sus libros y sus ideas se salvaron, como
lo hicieron las de Voltaire, D’Holbach, Monstesquieu y las de tantos y tantos
más. El pensamiento de esos ilustrados, muchos de ellos mártires de un jacobinismo
contra el que Europa no termina de vacunarse, constituye el humus sobre el que
creció el mundo libre que disfrutamos en la Civilización: la idea de que todas
las personas son respetables; pero todas las creencias criticables; la igualdad
esencial de la dignidad humana, al margen del sexo, la raza y la condición; la
libertad de prensa; la libertad religiosa, y otras cuantas más entre las que me
permito destacar una que tiene mucho que ver con los placeres y los días: la certeza
moral de que disfrutar de la prosperidad no es algo vergonzoso, sino todo lo
contrario. Todas estas nociones que fundamentan nuestra vida y nuestro mundo son
las que amenazan esos terroristas que han atentado en París y que nos amenazan
a todos. Nos han declarado la guerra unos sarracenos de mente sucia, lectores
obsesivos de un único libro, idiotas morales que nos odian porque leemos lo que
nos sale de las pelotas, convivimos con mujeres libres y nos comemos las
tortillas sin reparar en huevos, al resguardo de un bienestar obtenido por la
fuerza del talento y la industriosidad. Van a perder la guerra, claro, porque
son unos follacabras cuyo valor les alcanza para lapidar a sus propias hijas; pero que se orinan
encima cuando se enfrentan a nuestros ejércitos. Nos van a hacer sufrir, porque
nos cuesta blindarnos frente a su odio. Pero ningún atentado podrá borrar jamás
la memoria ilustrada francesa y europea, ni el verdadero espíritu de nuestra
Civilización: nuestros libros, en cuyas letras arde una libertad que es frágil,
pero también irrevocable.