Atentos
Con el tiempo, y hablo de milenios,
la Filosofía se ha convertido en un corpus teórico elevado y difícil de acotar,
por más que todos reconozcamos ese inequívoco aire de familia que caracteriza
los discursos filosóficos y que tiene que ver con la radicalidad, la
abstracción, el límite, las preguntas últimas y el hábito de pasear el
intelecto por los bordes de ese abismo que es el Espíritu en cualquiera de sus
facetas: estética, lingüística, ética, racional, política, cultural…
En sus orígenes grecolatinos, sin
embargo, la Filosofía no era tanto un corpus teórico, sino más bien un modo de
vida, y uno reconocía de lejos a un filósofo porque llevaba barba, vestía con
desaliño y parecía a punto de pisar todas las cagarrutas posibles, de tan
distraído que vivía de todo lo ordinario. Visto más de cerca, un filósofo no se
distinguía por saber mucho de esto o de aquello, sino por cumplir con unas
tareas en cuyo detalle se diferenciaban, aunque poco, las distintas escuelas:
mis estoicos y mis epicúreos, muy principalmente, y también los pitagóricos,
los escépticos, los neoplatónicos y otros cuantos grupos de los llamados
“socráticos menores”.
Sabemos muy poco de esos ejercicios
filosóficos, debido precisamente a su carácter práctico. La Filosofía se
ejercitaba en los patios, en los pórticos y en el ágora, pero no se estudiaba
en los libros; algo así como la natación, que no se aprende en una aula ni en
un tratado, sino en el agua y nadando. Quien quiera asomarse a esta tradición,
que es fascinante, debería acudir a Pierre Hadot y a sus Ejercicios espirituales de filosofía antigua, publicados en la
magnífica colección de ensayo que tiene la editorial Siruela. Para abrirles el
apetito les dejo aquí apuntados dos listados recogidos por Filón de Alejandría
(s. I) que nos enuncian algunos de estas prácticas. En el primero se cita el
estudio, el examen en profundidad (skepsis);
la lectura; la escucha; la atención; el dominio de uno mismo, y la indiferencia
ante las cosas indiferentes. En el segundo se recomienda la meditación; la
terapia que sosiega las pasiones; rememorar cuanto nos es beneficioso; la
atención (una vez más); el cumplimiento de los deberes, y mantenerse
indiferente ante las cosas indiferentes.
De todo lo anterior, la atención era
la actitud espiritual fundamental. La atención de los filósofos supone una
vigilancia y presencia de ánimo continuas, una consciencia de uno mismo siempre
alerta que exige una constante tensión espiritual. Gracias a ella el filósofo
advierte y conoce plenamente cómo obra en cada instante, lo que le permite
tener siempre a mano la regla vital fundamental: el discernimiento entre lo que
depende y lo que no depende de sí. Estoicos y epicúreos enseñaron a los suyos a
liberarse de las pasiones turbadoras que provoca un pasado o un futuro sobre el
que no tenemos influencia y a centrar la atención sobre el presente, siempre
dominable y siempre soportable, aunque sólo sea por lo exiguo. Por último,
estos filósofos practicaban cada día para conseguir que llegáramos a darle
valor infinito al instante vivo, que aprendiéramos a aceptar la existencia
según la perspectiva de la ley universal del cosmos, que cobrásemos consciencia
de que cada momento de nuestra vida tiene una densidad infinita, porque es
nuestro; porque somos en él y sólo en él, y porque nuestra felicidad depende de
que decidamos como si cada uno de nuestros actos comprometiera a las estrellas
a través de una concatenación de causas y efectos de cuyo conocimiento depende
nuestra libertad. Que nos tomemos en serio nuestra vida y nuestro ser, dicho de
una vez, y que nos dejemos de gurruminadas.
Cinco siglos antes de Filón, el
Príncipe Siddharta había enseñado algo muy parecido en Varanasi y cuantos le
escucharon dijeron de él que era el Buddha, el Iluminado, el Consciente, el
Despierto, el Atento, porque los sabios brillan como el oro y se les ve a la
legua. Dos mil años después, los filósofos hemos renunciado a nuestros
ejercicios y ya no nos ocupamos de colmar nuestra vida, a cambio de poder
entender a malas penas un puñado de libros más o menos juiciosos, lo que viene
a ser como tirar el pollo para rebañar la salsa. Y claro, al quedarnos sin el pollo, hemos perdido la esencia, la substancia, la chicha, y nos hemos convertido en
unos profesionales de la palabrería y, por lo mismo, en unos tipos superfluos;
porque nadie se puede tomar en serio a quien camina con la vista gacha,
desatento al instante, olvidado de sí, y amedrentado ante el peligro de que
le salga al paso la triste cagadita de un perrito lamecoños, que de esos nunca
faltan.