Oishinbo
Mi madre vive en la certeza culinaria
y moral de que ninguna comida lujosa puede ser saludable ni decente, un
pensamiento natural en una mujer que creció en el Madrid de la posguerra, entre
la cartilla de racionamiento y una Ilustración insuficiente y gritona. Los
países ilustrados en tiempo y forma, sin embargo, disfrutan de un armazón
conceptual que les permite conciliar su cultura con el lujo. La Revolución
Francesa descabezó a la aristocracia francesa, saqueó las abadías y vació los
palacios; pero dejó sueltos a los grandes cocineros, que se vieron abocados a
vender sus habilidades a los vencedores: la clase media, la burguesía, o como
se diga. Al rebufo de esta reconversión forzosa surgieron los primeros
restaurantes: locales de tamaño medio amueblados con gusto adonde los nuevos
ricos acudían a disfrutar del refinamiento con que antaño vivían los
aristócratas: grandes añadas de Champán servidas en cristal de Bohemia,
camareros con librea y modales exquisitos, salsas de brillo y substancia,
faisanes de Alsacia con uvas de Corinto, ostras de La Rochelle, caviar del
Volga…: la espléndida cocina clásica francesa que conocemos todos eclosionó
como último epítome paradójico de una Revolución que, precisamente, tuvo su
inicio en la leyenda de una Maria Antonieta estúpida que instaba al pueblo a
comer cruasanes para suplir la falta de pan, y su terrible final en un
Robespierre que puso la guillotina al servicio de su recelo frente al lujo y el
placer, y espero con ello no dar ideas a mi madre.
Afortunadamente y como ya tenemos
dicho, Francia culminó la Revolución reconciliada con el buen gusto y
convencida de que buena parte de su grandeza nacional residía en el grado de
excelencia que había sabido imprimir a su cultura gastronómica; y así, en muy
pocos años, la cocina francesa llegó a convertirse en el canon de la excelencia
culinaria en todo el mundo civilizado, y como tal ha sido considerada hasta
finales del siglo XX.
La cocina francesa, sin embargo, ya
no es lo que era; por más que los franceses sigan creyendo que sí, porque son muy fan de su grandeur. Los grandes gastrónomos del
siglo XXI ya no tienen su meca en París, sino que globalizan su atención por
tierras que apenas veinte años atrás eran contempladas como meras anécdotas gastronómicas
entre el exotismo y lo agrofolky, como es el caso del Perú, la India, la propia
España y, muy por encima de todas las otras, el Japón, que es donde ahora
brilla con más fuerza la antorcha de la civilización culinaria. A día de hoy,
la ciudad de Tokyo cuenta con más estrellas Michelín que París, Lyon, San
Sebastián, Londres y Nueva York… ¡juntas! Los nipones, unos individuos bajitos,
miopes, medidos y educados en la virtud de sentirse en deuda con el cosmos, se
han revelado como depositarios de un saber culinario que roza lo infinito,
capaz de fascinar a los paladares más exigentes, y que ha logrado que sus
maneras de emplatar, decorar las salas y organizar los menús se conviertan en
el canon de la alta hostelería en los cinco continentes. Al Japón debemos los
platos planos, y el juego de colores, texturas, disimetrías y volúmenes con que
ahora te presentan las tapas en cualquier (gastro)bar de pueblo. El otro día me
sirvieron una marinera murciana, no diré dónde, sobre una pizarra, con la
mahonesa emulsionada y la anchoa troceada y puesta como al tresbolillo, no sé
si me explico, y brindé en silencio por el Trono del Crisantemo.
Oishinbo es un manga, una serie más
bien, que versa sobre la cocina japonesa; pero que, además, está muy bien
dibujado y narra unas aventuras que se leen con gusto. No se lo pierdan quienes
quieran saber de esta cultura gastronómica que ya es patrimonio de todos; de
sus salsas tenues y desdibujadas, como un viejo recuerdo; de su capacidad de
ofrecer al comensal placeres que van más allá de lo gustativo; de la medida de
los tiempos y las temperaturas; de la composición poética de cada plato y,
sobre todo, de la potencia insólita con que esta cultura eleva lo mínimo hasta
el Absoluto. La cocina japonesa es una poética de lo pequeño y del límite. Un
japonés organiza un gran bocado con un puñadito de arroz hervido, un alga
rehidratada y una ciruela encurtida. En Japón, como en la Atenas Clásica, el
exceso es una ofensa contra el orden del mundo. Al Japón entero parece que lo
hayan educado como a mi madre; pero a base de haikus y susurros.