Kaitai Shinsho
Durante el período Edo (1603-1868) el Japón mantuvo su economía y su
cultura aislada del resto del mundo, por pura infatuación de su espíritu nacional, vamos al decir. A
partir de 1641 el comercio exterior fue prohibido en todo el Imperio, y tan
sólo se permitió a los chinos y a los holandeses acceder al puerto de Dejima,
una isla artificial en la bahía de Nagasaki que se convirtió en el ventanuco
extravagante y cosmopolita por donde el Japón se asomaba al mundo.
Fue en 1771 cuando arribó a ese puerto un libro que llegó a remover los
cimientos del Espíritu del Imperio del Sol: una versión holandesa de las Anatomische Tabellen (Tablas Anatómicas)
compuestas por el alemán Johann Adam Kulmus; un manual que recogía la tradición
médica de Philippe Verheyen y de Vesalio, que constituían, por así decir, el
canon de la anatomía europea y la viga maestra de la medicina occidental.
Nada más arribar al puerto de Dejima, el tratado supo llegar (con esa magia
que ejercen los libros cuando quieren encontrarse con los lectores que los merecen)
a las manos de un grupo de estudiantes de medicina y de Rangaku, una disciplina que se ocupaba de seleccionar, filtrar y
adaptar las novedades extranjeras (casi siempre holandesas, pero no
exclusivamente) que llegaban a ese enclave de Dejima, principalmente todo
aquello que tuviera relación con las armas de fuego occidentales y con el arte
de la guerra en general; pero también, como ocurrió en este feliz caso, con los
avances de la ciencia médica en China y en Europa.
Los estudiantes acogieron el libro como quien se sabe poseedor de un tesoro
precioso y, tras una primera ojeada, se lo enviaron al shôgun, adjuntando una súplica en la que rogaban que se les
permitiera cumplimentar una traducción del texto. Nada se resolvía con
celeridad en la burocracia palatina de los Tokugawa, que gustaba de engolar la
tramitación con hondas meditaciones, consideraciones enigmáticas, e incluso
poesías expresadas en caligrafías intrincadas y primorosas. En este caso, sin
embargo, el permiso se expidió con una celeridad inusitada, tal vez porque el shôgun en persona quedara fascinado con
las láminas del tratado anatómico holandés y se impacientara por conocer el
significado de las palabras que aclaraban el sentido oculto de aquellos
extraños dibujos.
A partir de ese instante, los estudiantes se pusieron mano a la obra y
dieron comienzo a una de las aventuras intelectuales más fascinantes de toda la
historia de la humanidad, puesto que ninguno de ellos dominaba el holandés más
allá de las cuatro frases que habían aprendido de los marinos que arribaban al
puerto de Dejima; pero eran bien conscientes de que en este reto se jugaban sus
carreras profesionales, y también y sobre todo el futuro de la medicina y de la
ciencia toda del Imperio. De modo que ninguno de ellos estaba dispuesto a
detenerse ante el obstáculo que suponía un idioma bárbaro.
Fuente |
El resultado final, el Kaitai Shinso
no es tanto una traducción, cuanto una interpretación, una recreación, una
hipótesis científica y textual, una valiente, inteligente y estupenda versión
de las Anatomische Tabellen bella hasta
el delirio.
Y a
eso voy. No es ya que el Kaitai Shinsho
llegara a convertirse en un acontecimiento intelectual que abrió los ojos del
Japón a la medicina occidental, sino que constituye, por sí solo, una obra de
arte colosal. Quien se tome la molestia de visitar
alguna de las bibliotecas virtuales que alojan las copias digitalizadas de este
texto se encontrará con unas ilustraciones de una belleza inquietante e
irresistible en las que los entresijos de nuestro cuerpo aparecen como un
repositorio de aterradoras historias góticas que la anatomía desvela para que
la medicina las pueda conducir a un final no demasiado monstruoso. Sea cual
fuere la impresión final, les aseguro que para disfrutar de un subidón estético
comparable al que supone la mera contemplación de este libro, habríamos de
acudir, no ya a una de las grandes pinacotecas de la vieja Europa, sino a otro
libro, a uno de esos manuscritos miniados que componían los monjes de una Edad
Media convencida de que la escritura es el arte que más nos aproxima al
Creador. Los libros, siempre los libros, los objetos más bellos de este mundo, por
encima de toda otra consideración.