¡Al cine!
Mi legítima los fines de semana decreta cine (“¡Al cine!”), y yo escucho y
obedezco, en esto como en todo: “Era tan maricón, tan maricón, que hasta
mandaba en su casa”, se decía en mi barrio cuando querían educarnos en valores;
pero ésa es otra historia. El caso es que el día que toca cine amanezco lleno
de alegría, porque el cine es eso: una industria que vive de llenarnos la vida de
ilusiones. El Renacido lo tiene todo
para generar expectativas: un director solvente (Iñárritu), un actorazo al
frente del reparto (Di Caprio), buenas críticas, premios por aquí, nominaciones
por allá, una trama de aventuras y lo mejor de todo: salen indios. Las
películas de indios son lo más, o lo eran cuando reinaban John Ford y John
Wayne. Ahora los indios de Hollywood parecen el think tank
del ex presidente Zapatero, y así no hay manera de emocionarse. En El Renacido sale una india que se ha
muerto y está en el cielo, o algo así, y se pasa las seis o siete horas (¡qué
larga se me hizo!) que dura la proyección protegiendo e inspirando al viudo,
que es el Di Caprio. Como la vea el papa peronista, la ponen obligatoria en las
clases de religión, fijo. Otra cosa que no me gustó es que nada más empezar la
peli, el protagonista mete los pies en el agua, en pleno invierno y sin
descalzarse. No soporto las películas donde la gente se mete en el agua con los
calcetines puestos; porque me pone de los nervios sólo de pensarlo, y no me lo
creo, además, que es lo peor que te puede pasar en el cine. Y todo en este
plan: al poco de mojarse los pies, al Di Caprio lo agarra una osa tremanda que
lo deja hecho un pingo, las piernas rotas, la espalda desgarrada por cuarenta
sitios, la garganta como una hamburguesa…, y va el tío y se cura solo, en mitad
de un bosque helado, sin comida, sin una puta tirita, con salivilla y poco más…,
y luego mata a no sé cuántos, y qué sé yo… En fin, que nada es verosímil en El Renacido y eso que dicen que está
basada en hechos reales… ¡No me lo creo! Nadie se recupera tan fácilmente del
ataque de un oso enorme, que parecía de Bilbao, y menos con los pies mojados. O
sí, pero no vayan a verla, porque es tirar el dinero.
Mejor película, más esquinada, más
fina es Ave César, la última de los
hermanos Cohen. Seguramente no es de las mejores de estos tipos, pero es que
esto son palabras mayores. Uno agarra la cinematografía de los Cohen y parece
que estuviera leyendo el Talmud; pero
lo hacen con tan buena mano que sólo nos recuerda el Talmud a los que hemos leído el Talmud,
no sé si me explico. Quiero decir que en las películas de los Cohen hay mucho
más de lo que parece, siempre, pero no hay por qué percatarse de todo ese
trasfondo para disfrutarlas. Fargo
película y Fargo serie, por ejemplo, transcurren
entre unos poblachos desgarbados y unas llanuras heladas (rodadas en Minnesota
y en los alrededores de Calgary) que son la perfecta metáfora de esa banalidad
del mal de la que hablaba Hanna Arendt. Un
tipo serio (A Serious Man) es una recreación cinematográfica del Libro de Job, que es el tema por antonomasia
del Talmud, la reflexión sobre la
compatibilidad entre un Dios bondadoso y un mundo que está hecho un asco,
donde, además, la desgracia parece cebarse más con los justos que con los
inicuos. Esto entre nosotros, porque si alguien la ven con los ojos limpios, lo
que se encuentran es una comedia inteligentísima de humor seco difícil de
olvidar.
De
la última, de Ave César, la crítica
española viene diciendo que es una comedia fallida. A mí me ha parecido genial,
llena de interesantes guiños teológicos e ideológicos (así lo ha visto también Manohla
Dargis, la finísima crítica del “New York Times”), y osada hasta el punto de
burlarse nada menos que del grupo de guionistas afines al partido comunista que
fueron perseguidos por el macartismo en la primera mitad de la década de los
cincuenta del pasado siglo. Vacas sagradas de la religión progre universal que
aquí aparecen como un grupo de perfectos idiotas sesudos, algo que levantará el
prurito de todos los bienpensantes en ambas orillas del Atlántico, a quienes
cuesta entender que el Talmud y los
Cohen están ahí para eso, para recordarnos que la estupidez humana no perdona a
nadie, porque es infinita, ubicua, eterna y más despiadada que el mismo Dios.