Yali
En julio de 1972 el profesor Jared Diamond paseaba por una playa
tropical de Nueva Guinea. Diamond era ornitólogo y había llegado a Papúa para
estudiar los pájaros que embellecían aquellas selvas con su música natural y
sus extraordinarios colores; pero ya llevaba tiempo interesándose también por
la política local y, más allá de ella, por las formas de vida de los aborígenes
de la isla: por sus extrañas vestimentas; por los curiosos vericuetos humanos
que conducían a la resolución de sus litigios al margen de cualquier tipo de
autoridad judicial; por el escaso grado de desarrollo de su tecnología... En
aquella playa, Diamond coincidió con Yali, un joven líder local que reunía
condiciones sobradas para asumir responsabilidades políticas en el inminente
proceso por el que Papúa Nueva Guinea se independizaría de Australia, que por
entonces ejercía de potencia colonial por mandato de las Naciones Unidas. Yali
conocía de vista al ornitólogo y aprovechó el encuentro para preguntarle por los entresijos de su profesión: ¿cuánto
te pagan por observar los pájaros? ¿Quién quiere pagar por eso? ¿Quién se
encarga de tus alumnos mientras tú estudias a los pájaros?
Yali no tenía complejo de inferioridad alguno y era bien consciente
de que sus compatriotas neoguineanos parecían, por término medio, igual de
inteligentes que los europeos y sus descendientes en Australia y América. El
profesor Diamond iba más allá y pensaba (con toda razón) que, dada
la dureza de las condiciones de vida de las montañas de Papúa, aquellos hombres
pintorescos con sus pichicas guardadas en unas fundas de calabaza la mar de
resultonas habían de ser particularmente espabilados para poder sobrevivir en
su entorno, puesto que la menor debilidad intelectual se pagaba con la vida;
mientras que los occidentales nos podemos permitir el lujo de ser algo más
imbéciles, digamos, dado que tenemos la suerte de venir al mundo en medio de
una sociedad rica, desarrollada y solidaria. Así las cosas, Yali formuló en voz
alta una pregunta que ponía el dedo en la mismísima llaga de la Historia
Universal: “¿Por qué vosotros los blancos desarrollasteis tanto cargamento y lo
trajisteis a Nueva Guinea, mientras que nosotros los negros tenemos tan poco
cargamento propio y no alcanzamos a llevarlo a ningún sitio?” El cargamento de
los blancos, naturalmente, son las cazuelas, hachas, cuchillos, mecheros,
mantas… con que los occidentales negociaban con los aborígenes y que provocaban
en éstos un caudal infinito de temor, dependencia y admiración frente a quienes
poseían tales riquezas.
El profesor Diamond entendió de forma inmediata la radicalidad
substantiva de la pregunta de Yali: ¿por qué la riqueza, el poder y la
tecnología se distribuyeron geográficamente como lo están ahora y no de otra
manera?, ¿por qué los indígenas americanos y africanos, o los aborígenes
australianos no fueron quienes diezmaron, sometieron y exterminaron a los
europeos y a los asiáticos?
Veinticinco años después, el profesor Jared Diamond entregaba un
libro a la imprenta: Armas, gérmenes y
acero, más de quinientas páginas en las que el talento portentoso de este
ornitólogo levanta acta de una investigación minuciosa que se adentra en la
geografía física y económica, la antroplogía cultural, la lingüística
comparada, la arqueología, la sociología, la historia de la ciencia, la
epidemiología.., todo ello encaminado a responder a la pregunta de Yali con
rigor, sin prejuicios ideológicos y, desde luego, sin el menor atisbo de
racismo, y ¡vaya si responde! El libro lo ha traducido la editorial Debate y,
de no tenerlo ya leído, correría a la librería y empezaría con él esta misma
tarde. Les aseguro que se trata de uno de los textos fundamentales de nuestro
tiempo y que, además, se lee muy bien.
Por citarles uno de los innumerables destellos de lucidez que
alumbran este estudio me voy a referir al caso del abandono de las armas de
fuego en el Japón. Resulta que los japoneses conocieron los mosquetones a través de los misioneros
jesuitas (¡qué ternura me entra al imaginármelo!) y quedaron tan impresionados
que, a principios de 1600, habían desarrollado una industria bélica propia tan
eficaz que el Japón poseía más y mejores escopetas que cualquier otro país del
mundo. Con tamaños ardiles y puestos en modo furibundo, los japoneses podrían
haberse convertido en el Imperio de los imperios; y, sin embargo, pasada la
primera euforia, abandonaron las armas de fuego y se limitaron a guerrear al
modo tradicional: con espadas, lanzas, arcos y flechas. Si quieren saber cómo y
por qué el país más belicoso del mundo renunció a esta tecnología tan
claramente ventajosa, habrán de acudir al libro de Diamond, que, por lo que
vale un periódico, ya van bien con lo que yo les he contado.