La Ley de Lem

Stanislav Lem (1921-2006) fue una inteligencia prodigiosa; un científico solvente y reconocido; un escritor ingenioso, y un hombre valiente en el sentido más esforzado y virtuoso del término: durante la ocupación nazi de Polonia tuvo la oportunidad de escapar con su familia, pero prefirió quedarse en su patria y convertirse en uno de los principales activos de esa resistencia judía que se enfrentó, sin armas ni apoyos, a la terrible maquinaria del ejército alemán.
    Mi primera lectura de Lem fueron los Diarios de las Estrellas, una colección de relatos de ciencia ficción chispeantes, volterianos y llenos de ese humor que convoca a las neuronas al que tanto recurre la cultura judía. Luego me hice con otras obras suyas, todas originales y bien resueltas, aunque ninguna me gustara tanto como aquélla: Solaris, por ejemplo, una novela reflexiva que se convirtió en un truño cinematográfico de la mano Tarkowsky; las Fábulas de robots, cuya lectura me vacunó de Asimov; Retorno de las estrellas, un relato melancólico y sabio que postula la vacuidad de los sueños galácticos; La fiebre del heno, que entreteje elementos propios de la novela de misterio en una trama de ciencia ficción; alguna otra obrita menor que he olvidado piadosamente, y, por fin, Provocación, una deliciosa colección de ensayos cuya factura parece diseñada para albergar bromas cruzadas entre el maestro Borges y el Talmud de Babilonia: una sucesión de falsos prólogos concebidos para libros que nunca se llegaron a escribir. Es en uno de estos prólogos donde me topé con la llamada Ley de Lem, cuyo enunciado reza como sigue:
1.- Nadie lee nada.
2.- Los pocos que leen algo, no entienden nada.
3.- Los pocos que entienden algo, lo olvidan enseguida.
     La Ley de Lem resuena a jeremiada o a boutade con la que componer tu epitafio, o triunfar en twitter, y poco más. Pero, créanme, Lem empeña en este asunto facultades de mucho mayor calado que el mero ingenio. De momento, es la mejor (por breve y, sobre todo, por certera) crítica al proyecto ilustrado que conozco, muy por delante de la escuela de Frankfurt y de las micropollas postmodernas: vivimos rodeados de analfabetos desmemoriados e irremediables, nos advierte Lem, y esto es grave. Más que grave, siniestro; porque Lem enuncia su Ley en el único ecosistema intelectual en el que este autor no consiente broma alguna; a saber: el que se ocupa de mantener viva la memoria de la Shoah, el exterminio genocida organizado por la barbarie nazi, del que Lem dice un poco más adelante que estuvo y está muy lejos de ser un acontecimiento excepcional, una singularidad del Universo surgida en Alemania por alguna suerte de malformación de la cultura germánica de los años treinta y siguientes. La Shoah tuvo precedentes en el tiempo, entusiastas seguidores en países ajenos a la cultura alemana, y desarrollos posteriores que están muy lejos de cerrarse aún hoy en día. Publicada en 1984, Provocación señala que el terrorismo internacional habría de convertirse en el heredero del nazismo. Lem, por tanto, previó con toda lucidez los atentados de las Torres Gemelas, los de los trenes de Atocha o los de las calles de Tel Aviv o de París. Y así las cosas, diríamos nosotros, nazismo y terrorismo resultan ser las almorranas que le salen por el culo al cuerpo social de un mundo poblado de gente desleída y desmemoriada; bestias hueras de conceptos, pero con la astucia suficiente como para diseñar infiernos colectivos en los que desleír nuestras vidas en la barbarie.
Charles West Cope. La espina
     No soy yo muy de quitarle filos a los hierros; pero sí quiero reparar en que la Ley de Lem no apaga todos los candiles; y si primero enuncia que no hay lectores, luego concluye en que algo sí se lee, por más que nadie lo recuerde. En todo caso, y dando por bueno que sean pocos y que todos se abandonen al olvido, lo cierto es que la lectura nos habitúa a curiosear en la vida de los otros y nos despierta el ánimo de hacernos cargo de sus desdichas. Quizás la lectura sirva para lo que nos narra el cuadro de West Cope: educarnos en la virtud que nos invita a dejar el libro a un lado para atender al amigo, mientras él aprovecha para pasarte el brazo por el hombro, con la atención recta y las cabezas muy juntas.


Artículo publicado en el diario "La Opinión" de Murcia, el día 16 de abril de 2016

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