El primer boxeador
Cassius Marcellus
Clay fue el segundo boxeador más grande de la historia de este deporte noble y
fiero, en razón de su pegada, que poco tenía que envidiar a la coz de una mula,
y de una suma de reflejos, velocidad e intuición que más parecían propios de un
tigre o de un ángel, que de un simple mortal. Cuentan quienes lo conocieron que
cuando preparaba un combate salía a correr cada mañana con diez kilos de plomo
atados en cada pie, se dice pronto; de modo que cuando subía al ring y se
quitaba el lastre, se sentía volar. Igual que un ángel bello y terrible, ya les
digo.
Pero esos detalles, claro está, son
negocios deportivos, y a esta sección del periódico acudimos las damas y los
caballeros a fumarnos un puro mientras nos hablan de libros y de otros
conocimientos inútiles, pero no a sudar. Por eso me voy a ocupar del número uno
de este deporte agónico, un pugilista de
libro cuya fama cantó Homero, toda vez que acudió junto a sus compañeros a
agitar cruenta guerra a los pies de los muros de Ilión, por la afrenta que los
troyanos cometieran al robarle la esposa al rubio Menelao, la sin par Helena de
Esparta, o de Troya, según le viniera a ella en gana, porque las mujeres guapas
de cojones tienen de todo menos dueño. Pero como siga en este plan se me va a
enredar la prosa entre los deditos de los pies de mi amada Helena, así que
vuelvo al pugilato, a Epeo, hijo de Panopeo, quien, en los juegos funerarios
que se celebran en honor a Patroclo se levanta el tío y pronuncia una jactancia
o una oración, quién sabe: “Acérquese el que haya de llevarse el segundo
premio, pues el primero nadie me lo ha de arrebatar, ya que me glorío de mantener el pugilato mejor que ningún
otro. ¿No basta acaso que sea inferior a otros en la batalla? No es posible que
un hombre sea diestro en todo. Lo que voy a decir se cumplirá: al campeón que
se me oponga le rasgaré la piel y le aplastaré los huesos; su sangre brotará
abundante por la boca y por la nariz, perderá el sentido, su cabeza caerá hacia
un lado y quedarán sin vigor sus miembros todos.” Lo que viene siendo un K.O.
en toda regla, o sea.
Como él mismo nos acaba de confesar,
Epeo no es un gran guerrero, pero le basta su habilidad con los puños para
alcanzar la gloria homérica. Peor guerrero fue Cassius Clay, que se negó en
redondo a acudir a la guerra del Vietnam: “No tengo ningún conflicto personal
con el Vietcong. No estoy dispuesto a recorrer 16.000 km para ir a matar y a
abrasar a gente que nunca me hizo el menor daño. El Vietcong nunca me ofendió
ni me llamó negro de mierda.” Es cierto que, pasados los años, Cassius Clay
asimiló, por decirlo de algún modo, que los Estados Unidos y él mismo eran
hijos de la guerra; pero cuando estaba en todo lo suyo, el flamante campeón del
mundo quiso creer que su negativa a acudir a filas escribía la historia futura con pluma y tinta nunca vistas. No sabía, claro, que
también en esta rebeldía Homero había cantado ya la fama de un campeón muy
señalado y harto más antiguo. Nos referimos al eximio y divinal Aquileo, quien
al principio de la Ilíada expresa así
su desacuerdo con el rey Agamenón: “¡Imprudente, codicioso, ¿cómo puede
obedecer tus órdenes ni uno solo de los aqueos? No he venido a pelear obligado
por los belicosos teucros, pues en nada se me hicieron culpables (no se
llevaron nunca mis vacas, ni mis caballos, ni destruyeron mis cosechas, ni
entraron en mi casa, ni en la de los míos…), sino que te seguimos a ti,
grandísimo insolente, para darte el gusto de vengaros de los troyanos a tu
hermano Menelao y a ti, ojos de perro!”
Aquileo
se rebela contra un comandante a todas luces más estúpido y menos hombre que
él, y se retira de la batalla, como se retiró Cassius Clay, sin sospechar ambos
que la Guerra es el Padre de todo, pero que, por ello mismo, el Universo
necesita que, de tanto en tanto, un campeón ilustre preste su voz a los
soldados que se ven arrastrados a unas batallas en las que no saben por qué
tienen que matar ni por qué tienen que morir, sin que nadie haya entrado en sus
casas, ni les haya llamado negro de mierda, ni se haya llevado sus caballos, ni
tan siquiera entren en disputa las caricias eternas de una Helena por la que
quebrar la lanza y partirse los puños y derramar mil versos de fuego, sangre y
oro.
Artículo publicado en el diario "La Opinión" de Murcia, el día 11 de junio de 2016