El legado de Bach

     La cultura es lo peor y, en lugar de gestionarse desde Coros y Danzas, debería gobernarse con mano férrea desde la Benemérita, o mejor desde Guantánamo. Con esto no me refiero a que uno acuda a una conferencia y te vayan a robar el paraguas, que también, sino a que la cultura, ese acervo de costumbres, memorias y sonsonetes con cuyo concurso los pueblos definen su esencia colectiva, resulta siempre de temer. Convocados por sus sagradas tradiciones hay pueblos que se alegran el verano cortándole los cojones a un toro con una lanza enrobinada; algunas tribus sostenibles celebran los solsticios violando a sus vecinas; otras le rebanan el clítoris a las niñas en nombre de la Clemencia de Dios, y en este plan.
     Cuando Elliot Silverstein rodó Un hombre llamado caballo no podía prever el aluvión de insultos y amenazas que se le vino encima por parte de los representantes de la llamada “Nación Lakota”, que no toleraron el verse retratados, por primera y última vez en la historia del cine, con un rigor antropológico que desvelaba ante el mundo en toda su crudeza las costumbres de los sioux, que por nadie pasen. Y eso que los rituales de los indios resultan bastante más elaborados e incomparablemente más limpios que cualquier  botellón, que es el terminus ad quem de cualquiera de las tradicionales fiestas españolas, ya sean romerías, sanfermines, o bandos hortelanos de varia lección.
     Cuento esto porque he pasado este verano por Leipzig y he podido constatar que la música, el canon moral personal y la memoria toda de Johann Sebastian Bach forman parte de la cultura popular de sus habitantes; ahí es nada. El legado de Bach es cultura y, sin embargo, está muy lejos de ser lo peor. La música de Bach es una cifra que compendia todo cuanto el Hombre llega a conocer de Dios, y no es placer para simples. O eso me parece a mí, que vivo en un país en donde la cultura arroja las cabras desde los campanarios. Por eso me sorprende que los ciudadanos de Leipzig escuchen a Bach en las salas de concierto y en las iglesias, claro está; pero también en los soportales, en los cafés, en los jardines, en las estaciones de tren, en las librerías, en los supermercados, en las heladerías, en las zapaterías...; con vivificantes efectos sobre la la vida y la historia de la ciudad. 
Thomas Kirche, en Leipzig

     En 1987, por ejemplo, se celebró un concierto, uno más, en la Iglesia de [Santo] Tomás, dedicado en exclusiva a la música de Bach. Al terminar el concierto, el público y los intérpretes depositaron flores sobre la tumba del compositor, abandonaron juntos el templo y, sin más consigna política que el eco de las notas que acababan de escuchar, desfilaron por las calles de Leipzig en una manifestación silenciosa y espontánea, en la que vibraba todo el miedo y el dolor de vivir condenados a la miseria, el crimen y el feísmo socialista. A la semana siguiente en Thomas Kirche se volvió a escuchar la música de Bach, que culminó en una nueva manifestación, igualmente silenciosa. Y así una semana, y otra, y otra…, ante el estupor y el rencor de la policía política y del Régimen entero, incapaces de poner freno a un silencio libre que parecía escrito en los pentagramas temperados del viejo Bach. La prensa internacional puso el foco en aquel movimiento, que llegó a abrir los telediarios en numerosos países; los manifestantes se contaban por miles, la música de Thomas Kirche se convirtió en el epicentro de un seísmo político y estético que resquebrajaba a ojos vista el búnker ideológico de la Europa Socialista. El régimen de la DDR se vio obligado a otorgar el visado a cerca de un centenar de intelectuales del Estado Libre de Sajonia, lo que animó aún más a los manifestantes.
     Dos años después, los berlineses derribaban el muro de la vergüenza, con ansias de conocer su patria y su libertad; sabedores de que la cultura tradicional alemana contaba con músicos, filósofos, poetas y arquitectos sobre cuyo legado reconstruirían, una vez más, su país y su alegría.
     España ha conocido a grandes músicos y a mejores poetas; pero no hemos sabido guardar su legado en el corazón de nuestros pueblos. Por eso ahorcamos a nuestros galgos, y rematamos nuestras fiestas tradicionales con los nenicos estragados, los vecinos mal dormidos y las calles bien meadas.

Artículo publicado en el diario "La Opinión", de Murcia, el sábado 20 de septiembre de 2014, de la serie Los placeres y los días.

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